Flama y brisa se imbrican en tibia caricia. Nodriza del crepúsculo, la ciudad aguarda el alba y reverencia el mar que la corteja. Simbiosis de océano y resol; génesis de sus epítetos y suntuosidad; especie de sortilegio de esta ribera caribeña... Cienfuegos, la Perla del Sur.

miércoles, 20 de abril de 2011

Abril 1961: Avanzando con el pueblo en armas

Dora Alonso, escritora cubana.
(Fragmentos)

Por el frente de combate, mientras truena el cañón del ejército del pueblo

Por: DORA ALONSO
Fotos: GILBERTO ANTE

( …) 
  De momento, nos encontramos sin vehículo para salir a la zona de operaciones de Playa Larga, en las avanzadas; pero vigilamos el paso de la primera cosa rodante que enfilara la carretera de la costa. Fue un jeep de la Cruz Roja y el jeep nos llevó.
 No es la edad, sino la dignidad y el valor lo que conducen a los hombres a la pelea.
  Seis horas antes, allá se había librado un duro combate y era lugar de riesgo continuo por las continuas incursiones de los aviones bombarderos yanquis, que pretendían cruzar la línea de fuego para atacar nuestra única línea de abastecimiento de tropas y armas.
  Esa línea era, precisamente, la misma carretera por donde íbamos.
  Además, los paracaidistas podían aparecer por la retaguardia, ametrallando desde su escondite en la maleza.
  A la salida del batey, también todo se cubría de uniformes del ejército popular. Se almorzaba a base de una lata de leche condensada y pan, dulce de guayaba y alguna otra cosa. Vimos a la tropa, lata en mano, disponiendo el frugal almuerzo. Había unidad, un firme entusiasmo, una increíble satisfacción por ir al combate. De eso, cuantos tuvimos el honor infinito de contemplarlo y compartirlo podemos dar fe.
 Al timón del jeep que nos lleva a las avanzadas, está Manuel Esponda Álvarez, de la sexta brigada de la Cruz Roja. Ezequiel Velázquez, Rafael Hernández y Roberto Pérez Calero, delegado por La Habana.
  Al subir al vehículo habíamos advertido algo extraño: junto al grupo hospitalario, que porta banderas con grandes cruces rojas, va también un mocetón llevando un arma antiaérea. Nos explican el porqué de la medida:
  –Los aviones yanquis han ametrallado tres de nuestras ambulancias, y nos hemos visto precisados a pedir escolta para poder cumplir nuestro deber.
  Apenas podemos creerlo. Únicamente los nazis se lanzaron a tal barbarie. Y llegan más detalles, mientras corremos entre una nube de polvo.
  –Algunos heridos fueron muertos en esa forma, dentro de los carros. Ya verá usted las ambulancias volcadas en las cunetas.
  Dominando la idea de ver aparecer en cualquier momento la terrible amenaza aérea o de sentir el tableteo de las ametralladoras de los paracaidistas, fijamos la mente en la temible, poderosa protección que guarda el territorio. Nidos de todas las armas, perfectamente disimulados y protegidos, se meten a los dos lados de la carretera, tierra adentro y tierra adelante. Como fieles mástiles de la independencia, se agazapan, para destrozar cualquier avance del enemigo. Son cañones de distintos calibres; antiaéreas, nidos de 50, de 30. Entre el raquítico o el espeso monte de la ciénaga se vislumbran asomando sus bocas mortales. Y detrás de cada una de ellas, cientos de vidas jóvenes con el corazón entero dispuesto al sacrificio por la patria.
  –Por aquí estaban ellos y los hemos ido haciendo retroceder. Fíjese en los hoyos recién tapados que llenan la carretera. Fueron hechos por las bombas aéreas.    
  Sobre el camino cubierto de polvo blanco que reseca la garganta, que emblanquece el pelo y las pestañas, se enfilan ómnibus repletos de milicias y Ejército Rebelde que van a reforzar el frente y las avanzadas. Son muchos, y también algunas rastras cargadas de parque.
  A pie, a los dos lados de la carretera, se riegan milicianos junto a sus nidos armados. Nos saludan alegremente, haciendo chistes y mostrando ufanos las tiras de nailon estampado de los paracaidistas capturados al ejército imperialista y mercenario.
 
Dora junto a un combatiente.
  Las blancas barbas de Norberto Barreras nos saludan al pasar, donde vela junto a su arma. Tiene 66 años. Viene del Escambray. Es reparador de telégrafos de Jagüey Grande.
  Continuamente, por la izquierda y en sentido contrario enfilan sobre la carretera las luces encendidas y a toda velocidad las ambulancias y máquinas que llevan la bandera blanca con la cruz de sangre. La muerte y el dolor van en ellas, en desesperado esfuerzo de arribada pronta al hospital del batey del Australia. Son muchas ambulancias y muchas las máquinas que van y vienen por este camino de riesgo y muerte, prestando el mismo servicio.
  A nuestro lado, Pérez Calero, ansiosamente, en una tensión desesperada que advertimos en cada rasgo de su expresión, en la mandíbula cerrada, en la mirada ansiosa que lanza a cada vehículo que regresa del frente, vela el regreso de su único hijo. Hace muchas horas que su muchacho salió a cumplir su deber humano allá donde la pelea es continua y terrible la metralla, y no ha regresado. El padre sufre con un sufrimiento callado y fijo, vibrando a cada luz de faro que se anuncia a lo lejos.
  – ¿Vendrá ahí mi hijo?
  El jeep detiene un poquito la marcha cuando nos cruzamos con los vehículos. La voz del padre, entonces, grita su llamada ansiosa:
  – ¿Han visto a Roberto?
  Pero siempre los compañeros repiten que no. Que había ido al frente a recoger heridos; pero que no saben. Que nada pueden decirle.
  Otra vez se acelera el jeep y nadie se atreve a comentar.
  De pronto se oye un ruido de motores aéreos. Todo el mundo mira arriba, y el mocetón dispone el arma, en guardia. Los ojos se clavan en el cielo con fijeza. El pulso se acelera y un nudo aprieta la garganta mientras cruzan segundos que parecen siglos... Pero, no: no eran aviones. Seguimos. 
  Sobre camiones llegaba, de la zona de los combates, el éxodo de pueblo
  Cruzan kilómetros. Los árboles, a ambos lados de la carretera, muestran la herida honda de sus cortezas, destrozadas durante los encuentros librados horas antes. Dos ambulancias ametralladas se incrustan en las cunetas. Pérez Calero apunta, con una ironía dolorosa:
  –Mire la obra de los "salvadores" de Cuba.
  Cerca de Soplillar tropezamos con dos nidos de antiaéreas múltiples. A derecha e izquierda de la carretera, guardando un punto estratégico, sus ocho bocas de fuego vigilan lo alto, apuntando a las nubes. Y guardándolas y sirviéndolas, como el pabellón más gallardo de toda esta epopeya, están los niños de la base Granma.   
  Parece increíble. Y a pesar nuestro, a pesar de una orden severa que nos damos, a pesar de saber que no vinimos para llorar, sino para mantener alta la moral revolucionaria, sentimos una niebla tibia cubrirnos las pupilas.   Porque son niños, criaturas de 13 años, de 14 y 15; los mayores tienen 17.
  Desnudos los pechos adolescentes, donde lucen collares milicianos de semillas de monte, las caritas graciosas llenas de sudor, sucios de polvo, risueños, capaces, heroicos, inmensos, con aquellos ojos llenos de luz y de fervor por Cuba y su vergüenza, los niños artilleros saludan alegremente, nos rodean y casi nos aplauden cuando se enteran a lo que venimos. Cuando saben que es BOHEMIA la que llega a buscarlos y a estar junto a ellos en la hora de prueba.
  Y como lo que son, como criaturas llenas de ingenuidad se sitúan complacidos un segundo frente a la cámara de Gilberto Ante, el buen compañero de toda esta marcha del deber, peinándose apresuradamente con los dedos y sonriendo para situarse mejor.
  Nos regalan casquillos. Dos casquillos de sus armas, como recuerdo.
  Y cuando quisiéramos abarcarlos en los brazos para protegerlos, para guardarlos de una posible muerte inhumana y maldita, tenemos asombroso aplomo de su protección varonil y dispuesta.
  –No tenga miedo, que aquí estamos nosotros. Ningún avión se atreverá a pasar por aquí. ¡Si viene, queda!
  A nuestro lado, el delegado de la Cruz Roja rehuye los ojos, porque cada muchacho le recuerda al hijo. Y le pide al chofer, nerviosamente:
  – ¡Sigue, sigue, anda! Vamos a ver si tropezamos a Roberto. Tiene que estar por ahí. Tiene que estar al regresar. Iré hasta el frente a buscarlo si es necesario.
  Silencio y kilómetros. Cruza la visión blanca de un carro de abastecimiento de combustible perteneciente al enemigo y volcado panza arriba por nuestra artillería. Siguen cruzando como ráfagas los autos embanderados de cruces rojas. Pero nadie llega. El padre sufre.
  De pronto, como visión de pesadilla aparecen las primeras casas campesinas voladas por los aviadores del imperialismo norteamericano. Son huecos negruzcos todavía humeantes, que muestran en sus cráteres restos de lo que fue una familia y un hogar cubanos. De cubanos pobres a los que la Revolución defiende y ampara con su cuerpo inmenso.
  La indignación nos enmudece. Pero ya está el castigo martillando los sucios hocicos del invasor y de sus padrinos de lodo y abuso ¡Ya muchos yanquis que nos creyeron presa fácil para su codicia siempre insatisfecha, están guardados entre las lisas tablas salidas del monte cubano! ¡Ya muy pronto, los invasores de su propia patria, los que vendieron su ciudadanía por el apoyo criminal de un imperio guerrerista y feroz, estarán en larga fila prisionera, custodiada por el pueblo en armas!
  El jeep, a bastante velocidad, corre hacia Playa Larga.
  Ya estamos en la zona de operaciones de guerra. Por la carretera, delante de nosotros, aparecen cinco inmensas moles que adelantan camino hacia el frente de combate.
  Son cinco tanques con sus largos cañones como duros brazos extendidos, como puños cerrados que amenazan al invasor.
  Sobresaliendo del corazón de hierro, se ven los jóvenes tanquistas, artilleros salidos de la entraña de la sierra y del llano, campesinos muy jóvenes, de 20 años a lo más, morenos y rudos bajo los cascos negros que les ciñen el rostro tostado.
  Estamos en el lugar donde la Revolución embelleció la ciénaga con fabricaciones turísticas a varias millas de la costa todavía. En el sitio donde los caimanes se reúnen, muy ufanos y complacidos, por la proximidad de sus compadres yanquis: los viejos compadres de las empresas mercenarias, donde no es su propia carne la que viene a morir bajo las balas de un pueblo libre. Que si algún yanqui aviador está cayendo, no ha sido más que por el conocido menosprecio y subestimación al valor y la dignidad de los pueblos de Latinoamérica.

Milicianos en Girón.
Rugen los poderosos motores de los colosos de acero. Y de allá, de las casetas turísticas convertidas en nidada de Milicia y de Ejército Rebelde, sale la voz de un responsable, gritándole a un tanquista:
  – ¡Ve mirando arriba, compañero! ¡El objetivo arriba!
  Y se rectifica de inmediato alguna posición del fuego artillero, levantando la guardia. Mirando al cielo donde amenazan cada segundo los aviones de combate.
  Pérez Calero ordena de nuevo la marcha, en su angustiosa ansiedad por el hijo. Dejamos los tanques detrás. Allá viene ahora, a pocos kilómetros de Playa Larga, una ambulancia con su bandera desplegada al viento y sus faros encendidos pidiendo vía. Cruza como un relámpago. El padre se levanta, agarrándose al parabrisas con las dos manos, dilatando los ojos, y en un grito, se le sale el alma:
  – ¡Roberto! ¡Ahí va Roberto!
  Nuestro jeep, de un timonazo, vira en redondo y embiste el regreso, como si llevara por ímpetu el corazón del padre.
  A pocos metros fue el encuentro. El abrazo. Un abrazo que parecía incrustarle al cuerpo de su simpático muchacho, que sonreía al padre bajo el casco protector.
  Allí también el saludo de otro médico de la Revolución. El teniente Gonzalo Álvarez, del cuerpo de sanidad del Ejército Rebelde. A su cargo está el abastecimiento de los puestos de primeros auxilio. Con Rafael Jorge, Sergio Álvarez y Rafael Fuentes. Y con Manuel Lima, de las milicias, todos matanceros. Actúan desarmados, pero la comandancia los remite a escolta por los ataques anteriores a los carros hospitalarios.
  Nos muestra jeringuillas hipodérmicas, plásticas, muy modernas; vendas, sulfa y otros medicamentos.
  –Todo esto lo dejaron en un botiquín de Playa Larga, hace unas horas, cuando fueron desalojados. Los yanquis lo prepararon todo muy bien. Traen de todo: ¡Hasta tanques traen! Ha sido un desembarco del tipo de la Segunda Guerra Mundial.
  Apuntamos:
 –Un combatiente del batallón de Cienfuegos, Santos González Cabrera, aseguró que traían hombres ranas en la expedición. Se halló un cartel a pocos metros de la playa que decía: "Cortesía de los hombres ranas del Bárbara J.: Bienvenidos, libertadores".
  Tras el breve encuentro, seguimos adelante. Son tantas las emociones que por un rato hemos olvidado el cielo, los bombarderos y los paracaidistas.
  El delegado de la Cruz Roja de La Habana, feliz con el encuentro de su muchacho, sigue el recorrido, mientras el hijo regresa a la retaguardia.
  Ahora, en estos pocos kilómetros, quizá dos, que desembocan finalmente en la costa, se camina, realmente, sobre la muerte. Por todas partes, en los ribazos, se riegan bombas sin estallar, granadas y balas, cajas con explosivos TNT. Las huellas de una dura batalla se observan a cada paso. La carretera está cubierta de casquillos de todo calibre, de pequeños cráteres abiertos por el fuego de los morteros. 
Y llegamos a la bifurcación de la carretera que conduce a la tienda del pueblo. Precisamente allí, ladeado en un zanjón, entre los dos caminos, hay un tanque todavía lleno de granadas. Ese tanque lo perdimos anoche y por la mañana nuestros bravos combatientes lo recuperaron. Hace solamente unas horas que aquí se combatió en una batalla muy dura.
  Detrás del tanque, en lo hondo de la zanja, donde se advierte que estuvo emplazada una calibre 50 por el gran número de casquillos que se riegan alrededor, hay dos cadáveres de invasores.
  Los contemplamos sin odio y en silencio. Son dos jóvenes de poco más de 20 años. Yacen contraídos, rígidos, quemados en parte, con los ojos velados y abiertos mirando el cielo de su patria, que no supieron respetar. Vistiendo un uniforme extraño, fabricado por una potencia extranjera, por el Pentágono, que los empujó a este suicidio estúpido. A esta aventura sin gloria ni esperanza. A este túnel oscuro donde sus nombres no tendrán el llanto de su pueblo para lavarlos del olvido, como los muertos milicianos.
  Pensamos en las madres que nunca llorarán bastante esos cuerpos de donde escapó la vida joven.
  – ¡Cuidado, hay muchas granadas regadas! ¡Cuidado, miren dónde pisan, que puede haber minas!
  Las advertencias cruzan el silencio y la desolación del lugar. A pocos pasos, del ribazo, más cadáveres también con el uniforme pintarrajeado con que el gobierno de Kennedy les disfrazó su triste suerte.
  Mientras tanto, por la carretera, más armas, más milicias, más fuerza del pueblo inundando el día y avanzando contra el enemigo que se repliega costa arriba, buscando un imposible refugio. Una escapatoria inexistente, metiéndose más y más en un bolsón sin salida. 
Tomando notas en Playa Girón.
   Minutos después, a pie, atravesando con cuidado la corta distancia, llegamos al mar. Toda la extensa planicie de Playa Larga, por donde se realizó el desembarco hace solamente día y medio, ahora está materialmente cubierta de hombres que llegaron a luchar hasta vencer. La tropa del pueblo se riega perfectamente armada y bien segura de la victoria.
  Aquí nadie teme ni duda ni da un solo paso atrás ni consulta una orden a la hora de su cumplimiento. La poderosa, la querida figura del jefe que dirige la operación, la fuerte y recia sombra de Fidel (Castro), es la mejor garantía para el pueblo en armas. Saber que está aquí, junto a ellos, moviéndose, caminando, hablándoles, exponiéndose, les crea nuevo coraje que se respira, que salta a los ojos en clara revelación.
  Y como Fidel, (Juan) Almeida , Osmani (Cienfuegos), (Augusto) Martínez Sánchez, René Rodríguez, (Efigenio) Ameijeiras , todos y cada uno de los jefes del Ejército de Cuba. Como ayer en la Sierra Maestra, hoy en la Ciénaga de Zapata, es la misma cosa: un solo hombre todos los hombres de la Revolución.
  Sobre la arena y las rocas, a la orilla del agua, nos rodean nuevamente niños artilleros de la base pinareña. Hay emplazadas varias baterías antiaéreas que ellos sirven con la misma responsabilidad de los hombres hechos. Pero esta vez no dan un solo paso que los separe de su artillería. Saben bien que los buitres merodean cerca.
  Nos procuran unos anteojos de campaña para que podamos ver uno de los barcos que utilizó el gobierno americano para transportar la invasión hasta aquí desde Guatemala o Nicaragua o la Florida. Nuestra aviación lo bombardeó y se ve a cosa de dos millas, escorado, inerte y vencido, guardando una verdad que ya todos sabemos.
  Pero los muchachos artilleros están gritándonos sus nombres, rogando una lista para BOHEMIA. ¿Y qué puede negarse a estos héroes?
  Aquí están Freddy Palenzuela, Roberto Quiñones, Lucio Menéndez, Rafael Sardiñas, Arcadio Radillo, José María Oquendo, Sergio Lázaro Obregón, Norberto Galván, Jorge Concepción (con su collar donde una niña-novia asoma el rostro lindo junto al pecho del bravo chiquillo, y dentro de una semilla de poja en forma de corazón); Manuel Galván, Roberto Henríquez Rey, Erasmo Puerta, Rafael Sánchez, Jorge Henríquez, Roberto Alfonso, Sergio Montoya, Manuel Albo...
  Por allí también la silueta, vestida de verde olivo y negro, de una muchachita alfabetizadora. Marta Chang, sentada entre sus compañeros, relata que estaba en Pálpite, en la cooperativa, con su escuela y sus doce niños. Pero que ya no tiene escuela ni ella ni los guajiritos cienagueros porque un avión la bombardeó. La brava muchacha vino al frente a servir en las trincheras de Caletón, curando heridos y haciendo cuanto puede. Y hasta hoy está ahí, sin retroceder.
  Jesús Brocha se nos acerca. Tiene 18 años. Es tímido, muy tímido. Nos invita para enseñarnos la cafetería en construcción. Le respondemos que en ese momento una cafetería no nos interesa demasiado. Y entonces, balbuceante:
  –Mire –dice en voz baja– es que me da pena pedirle un favor, porque ya usted debe haber escrito todo para BOHEMIA; pero, fíjese, yo soy artillero y me dije: Jesús, sirve bien a tu patria y aquí estoy. Yo tengo tres hermanos milicianos. El menor en la cooperativa, el mayor en la limpia del Escambray y mi hermana que alfabetiza.
  Se detiene, turbado. No sabe cómo acabar la petición.
  –Bueno, ¿y qué cosa tú quieres? Dilo, ¿no ves que quiero complacerte?
  Entonces Jesús traga en seco, azorado:
  –Es que yo... ¡yo quiero pedirle que también ponga mi nombre ahí para la revista. Es por la vieja, ¿se da cuenta? Yo quisiera que se enterara que estoy bien.
  Sobre los riscos, dentro del mar, se ve una caseta aislada que es como una avanzada sobre la playa.
  Allá nos vamos para conocer a un chiquillo de 16 años, un rubio muy campante, carirredondo, de una extraordinaria simpatía. Pertenece a la batería 18, se llama Lázaro Quesada. Lázaro, con Antonio Cifuentes, otro chiquillote que derribó esta mañana dos B-26.
  Sentado muy tranquilo en el portalillo de la caseta se encoge de hombros ante nuestro pasmo.
  – ¡Pero si es de lo más fácil! Le metimos con la múltiple y con cañón de 37 milímetros: ¡fualla! ¡Y al suelo de cabeza!
  Hasta aquí fue el tema. Porque en ese momento se dio la alarma. De lejos, llegó el grito de peligro y muerte:
  – ¡Avión!
  Sobre la playa se mueve en oleaje humano la marejada combatiente. Los artilleros se alertan tras las armas. El muchachote rubio, rápidamente nos toma del brazo, nos señala al horizonte por donde avanza un punto negro zumbando enfurecido con sus motores a todo andar, desde su madriguera norteamericana:
  – ¡Métase adentro de la caseta, que ese viene a bombardear! ¡Tírense al suelo! ¡Corra!
  Todo fue dicho en atropello, pero nosotros mirábamos, como fascinadas, sin poder separarnos un paso: el avión crecía por segundos, venía recto, directo como un proyectil, maniobraba de modo que formaba una cruz con sus alas y el fuselaje. Parecía un pez temible, un pez martillo enfurecido, embestidor...
  El aire se llenó de ruido de motores aéreos y de silencio. Y en el último segundo, me lancé al suelo, bajo la mesa, en el mismo momento en que las antiaéreas múltiples y los cañones vomitaban su estampido. 

  El buitre giró alejándose ante el recibimiento miliciano. Se perdió de nuevo rumbo a su barco pirata.
  Lázaro entró riéndose del avión y del piloto yanqui, a carcajadas.
  – ¿No se los dije? ¡Son unos piojosos!
  Y galantemente me ayudó a levantar del piso, lamentando muchísimo el polvo que nos cubría la ropa.
  Cinco minutos después se intentó un nuevo ataque. Esta vez nos refugiamos con Báez, nuestro compañero de BOHEMIA y del periódico Revolución, que reporta desde la avanzada, en el frigorífico del restaurante en construcción.
  Y otra vez nuestros muchachos artilleros espantan la muerte con alas: el sucio yanqui vuelve a huir.
  Solamente que esta vez casi a nuestro lado, una bala se coló, hiriendo a uno de nuestros hombres.
  Por fortuna, se trata de una herida a sedal en la frente y el hombro.
  Fue a vendarse y volvió para burlarse de la mala puntería del artillero del bombardero.
  Como que todo parece tranquilo de nuevo, siquiera por un momento, salimos otra vez a la playa cargando la caja de metal vacía con letreros en inglés, donde venían balas de calibre 50, que no sirvieron al deseo de los invasores. Como las bombas y la muerte, están regadas por cualquier parte.
  Nos llaman. Nos llama un humilde hombre de campo. Pablo Gómez, vecino de esa misma playa.
  Quiere algo que es necesario atender, pero ante su tragedia le dejamos la palabra. Será su verdad la que hable al mundo desde las páginas de esta revista:
  –Mire, ayer lunes, a eso de las 6:30 de la mañana, yo salí con mi señora, Cira María García, y mi hija, y niños y ancianos heridos por los bombardeos para tratar de llegar a algún sitio seguro.
  Entonces, al llegar a la curva de ahí delante, y a pesar de ver ellos bien claro que éramos civiles indefensos nos ametrallaron, matando tres mujeres y a dos de los heridos.
  Mi mujer cayó, con el cuerpo lleno de sangre. Y cuando mi hija, de 15 años, que es miliciana, se le arrimó llorando, ella la animó, mientras yo la recostaba a mi cuerpo:
  –Hija, no llores ni dejes la milicia. ¡Patria o Muerte!
  –Después se me murió y la enterré en el arenal y esperé hasta que vino el ejército de Fidel y nos libertó. Ahora supe que BOHEMIA había llegado hasta las avanzadas y yo quiero pedir un gran favor: quiero desenterrar a mi muerta con mis propias manos y que la retraten y se la enseñen al mundo entero como una muestra de libertad y la esperanza que los americanos y los invasores le traían al pueblo humilde de Cuba.
  Fue dicho así. Sencillamente así. Salimos en silencio. Sombrero en mano, iba delante. Sombrero en mano por el arenal, hasta donde estaba ella y cumplió su deseo.
  Luego, con amor, lloroso el rostro barbudo y afligido, la colocó con cuidado en el modesto sarcófago que había traído desde Jagüey Grande.
  Cuando cierra la humilde cubierta de madera, allá, por Playa Girón, por el frente de combate, truena el cañón del ejército del pueblo como un responso de coraje y justicia por la vida humilde de la campesina asesinada.
  ¡Está escrito el final de la invasión!

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