La muerte no varía. En vida, todo parece susceptible al cambio. Pero llegado el momento de fallecer, no existe nada más. La única posibilidad que se abre es el recuerdo. Por eso el hombre teme tanto a la muerte, porque no la entiende, se rehúsa a comprender tal vacío, suyo y ajeno a la vez, que lo obliga a dormir sin remedio. Entonces, pregunta así mismo sobre el hecho, ¿cómo será?; interroga a otros, lo anuncia… Y en las horas de entusiasmo, de necesidad, de fértil creación, viene el sol y lo apaga.
Para José Martí la muerte figuraba un misterio. Digámoslo sin pena. Era para
el héroe, que fue primero hombre, una preocupación constante, un motivo engarzado
a su literatura. Basta asomarnos a la obra legada, para descubrir la dimensión
de cuánto lo embargaba, al punto casi de la obsesión.
Varios de sus versos sencillos traslucen la
agonía del poeta, nos hacen partícipes de un debate intimista que no teme a
esconder el hijo de Leonor y Mariano. Él lo ha dicho: “Me echó el médico al
monte: corrían arroyos, y se cerraban las nubes: escribí versos.
A veces ruge
el mar, y revienta la ola, en la noche negra, contra las rocas del castillo
ensangrentado: a veces susurra la abeja, merodeando entre las flores”.
Yo
quiero salir del mundo
Por
la puerta natural:
En
un carro de hojas verdes
A
morir me han de llevar
No
me pongan en lo oscuro
A
morir como un traidor:
¡Yo
soy bueno, y como bueno
Moriré
de cara al sol!
Por supuesto, dicha visión, un tanto romántica, no solo guarda lazos
afectivos con la búsqueda de la independencia de Cuba. Tiene mucho de
sufrimiento personal. Recoge las nostalgias de un joven preso y desterrado, distanciado
de su familia por una razón que él reconoció superior, la Patria, aun cuando el tono
de ese compromiso fuera algo melancólico.
En carta a la madre, el 15 de mayo de 1894, apuntaba: “Mi porvenir es
como la luz del carbón blanco, que se quema él, para iluminar alrededor. Siento
que jamás acabarán mis luchas. (…) La muerte o el aislamiento serán mi premio
único: —y si vivo, la autoridad de mi conciencia, en los rincones de la gente
buena y el trabajo, de que podré sacar un migajón para mi hermana Carmen”.
Puede ser difícil asimilar a un Martí ajeno a la felicidad, pero otra
percepción sería injusta. Incluso, en cuestiones de amor, la perspectiva se
vislumbra lúgubre, condición ligada, probablemente, a la frustración de sus
relaciones de pareja. Ni siquiera el matrimonio con la camagüeyana Carmen Zayas
Bazán prosperó, dado la prioridad que el esposo le otorgaba a la causa común de
nuestra emancipación. No obstante, el matiz más sombrío surge en el poema La niña de Guatemala, dedicado a su alumna María García Granados, tras conocer la desaparición
física de la muchacha.
Quiero,
a la sombra de un ala,
Contar
este cuento en flor:
La
niña de Guatemala,
La
que se murió de amor
Eran
de lirios los ramos
Y
la orlas de reseda
Y
de jazmín: la enterramos
En
una caja de seda.
El enfoque martiano sobre la muerte signa también buena parte de los
contenidos de la revista La Edad
de Oro. Los dos príncipes, Dos milagros, El camarón encantado…, nos permiten
alcanzar una idea sobre cómo el autor concibe este tema para los niños. De
manera especial, destaca el relato Nené traviesa, desprovisto de un matiz
luctuoso.
“Y dime papá, le preguntó Nené: ¿por qué ponen las casas de los muertos
tan tristes? Si yo muero, yo no quiero ver a nadie llorar, sino que me toquen
la música, porque me voy a ir a vivir en la estrella azul”.
Similar cauce recorren las epístolas enviadas por el Apóstol a su
ahijada María Mantilla. En misiva fechada el 9 de abril de 1895, de lleno en los
avatares de la Guerra
Necesaria, señalaba: “Deja atrás el mundo frívolo: tú vales
más. Sonríe, y pasa. Y si no me vuelves a ver, haz como el chiquitín cuando el
entierro de Frank Sorzano: pon un libro, el libro que te pido —sobre la
sepultura. O sobre tu pecho, porque ahí estaré enterrado yo si muero donde no
lo sepan los hombres”.
En el contexto de la nueva campaña por la liberación de la Isla, era natural que las
dudas de Martí respecto a la muerte tomaran protagonismo en su proyección, al
existir una posibilidad real y cercana. De ahí deriva la famosa carta al amigo Manuel
Mercado, redactada un día antes de caer en combate.
“Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi
deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a
tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los
Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.
Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.
Al día siguiente, el 19 de mayo de 1895, en una pequeña sabana entre los
ríos Cauto y Contramaestre, en Dos Ríos, resulta derribado por una columna
española. Las balas del enemigo le atravesaron el pecho, corrompieron el rostro.
Lo hicieron en el momento más inoportuno, cuando la Revolución no aguantaba
su ausencia.
Quizás para algunos el punto de vista argumentado quebrante un poco el
paradigma construido en torno a nuestro Héroe Nacional, sin considerar cuánto
de humanismo, de carne y hueso, nos confirman esos sentimientos de desasosiego
y angustia advertidos en su aproximación como intelectual a la muerte. Con las
piedras no tiene el sol la oportunidad de llegar a deshora. (Roberto
Alfonso Lara, periodista del semanario CINCO de Septiembre, Cienfuegos)
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