Esta segunda
temporada de Sonando en
Cuba ha caminado de
sorpresa en sorpresa y corrigiendo el tiro en lo que salió mal en el programa preliminar. Cada
espacio ha ganado con respecto al anterior, lo que ha consolidado su
teleaudiencia, una de las mayores, con un buen ingrediente de público joven.
Aunque lo políticamente correcto les impide a
soneros, baladistas, exponentes del pop u otros músicos expresar a las claras
sus reticencias o aprehensiones ¿infundadas?, lo cierto es que en el medio
subsiste cierta pavorosa expectativa de hasta dónde puede llegar la avanzada
del fenómeno supranacional y ya varios artistas susurran que va a pasar lo
mismo que con el futbol en la tierra de la pelota, si bien no sea muy feliz el
símil al tenerse en cuenta la grandeza del balompié y la ordinariez del
reguetón. Por si acaso, ciertos músicos, siempre los hay, ya abandonaron lo
suyo y se montaron al bote del “tú sabes”.
Sonando en Cuba viene siendo como una suerte de Protocolo de Kyoto fijado en la Cumbre de la Sensatez para prevenir el
aumento de la contaminación sonora, sí; pero sobre todo y por arriba de
cualquier elemento, atinada constatación a las nuevas generaciones del infinito
caudal de la música cubana. Lo realmente grimoso, lo verdaderamente pavoroso es
que estas, en gran medida, no tienen conocimiento de dicho magno arsenal
melódico.
El espacio concebido por Paulo FG y dirigido por Manolito Ortega contribuye,
hasta cierto punto, a restañar tamaña herida, en gestión propositiva cuyo
resultado habrá de apreciarse en el tiempo. Los concursantes, sus amigos,
novios, familiares jóvenes trenzarán una cadena que propenderá a restablecer
vínculos con nuestra identidad raigal sonora. Del proyecto emergerán talentos
en capacidad de integrarse al ejército musical de la nación, tan nutrido y con
tanta calidad hoy debido a la política cultural de la Revolución y al
resultado de la enseñanza artística gratuita, sin parangón en el mundo. Sonando
en Cuba no sustituye la labor de ningún eslabón; nada más la complementa.
El ente, con experiencia en este tipo de materiales,
nunca debió interrumpir tales concursos de participación, debido a su función
de cantera, para no aludir al alto nivel de audiencia proporcionado al medio.
Es cuanto sucede ahora con Sonando en Cuba, programa casi obligado para
la familia cubana durante la noche del domingo. Las personas, reunidas frente
al televisor en masa (hasta hoy, tal poder de convocatoria lo poseían tan solo
grandes eventos deportivos o determinadas telenovelas), realizan pronósticos,
advierten calidades, cazan pifias, aprenden a valorar desde el punto de vista
estético gracias a cuanto ven y a las opiniones de los mentores. Como dijo
Magda González Grau en la pasada emisión, ellos refieren los términos musicales
especializados. También brindan nociones de fraseo, armonía, contraste, timbre,
vocalización…. Eso le resulta fundamental al público -más al bisoño-, de una
nación que encuentra una de sus falencias en la apreciación artística mal
enseñada en la actualidad tanto en la primaria como en la secundaria.
En el aspecto formal destacan a través de la segunda
temporada (mucho mejor que la anterior en cada aspecto) la puesta en escena, la
dirección artística, solventes, dignas de esta superproducción de RTV Comercial
y la TV Cubana.
Sonando... es un concurso de participación adscripto
al constructo audiovisual del reality, con las señas icónicas inherentes
a tal manifestación en predominio hoy. Decir lo contrario sería engañarnos.
Mas, ojo, esto no es La Banda
-al aire ahora por Univisión-; ni hay aquí cabida para esa narrativa habitual
de tales producciones, en las cuales privilegian el melodrama (¿alguien ha
visto acá algún concursante hablando de que su hermanito murió de cáncer a los
dos años o de que su papá asesinado en la calle lo mira desde el cielo¿) o la
frivolidad (nadie le ha echado en cara el look a los muchachos ni los ha puesto
en ridículo ante millones de personas).
En nuestro reality cobra preeminencia, tan
solo, la búsqueda del talento y la defensa de la música nacional, sin importar
procedencias, razas, belleza física o historias de llanto. Sin transnacionales
a la caza, sin deudas con firmas publicitarias. Sin fuegos fatuos o el embeleso
con los coachs de La Voz
o American Idol. Con verdad, no más. (Julio Martínez Molina)
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