Flama y brisa se imbrican en tibia caricia. Nodriza del crepúsculo, la ciudad aguarda el alba y reverencia el mar que la corteja. Simbiosis de océano y resol; génesis de sus epítetos y suntuosidad; especie de sortilegio de esta ribera caribeña... Cienfuegos, la Perla del Sur.

miércoles, 18 de abril de 2012

Loyola en su laberinto (+video)

Por Mercedes Caro Nodarse

Pude escribir el obituario más formal sobre el más viejo músico en activo que quedaba  en el mundo, cuando el 2 de abril del pasado año vióse abocado al término de su vida natural, y entraba en el panteón histórico de la música cubana, donde se acurruca a dormir su eterna madrugada al lado de otros cienfuegueros eméritos del pentagrama, como Benny Moré, Edgardo Martín, Rafael Lay, Felito Molina.
  Efraín Loyola Hernández (1916-2011), flautista, fundador del conjunto de sones Los Naranjos, Ritmo Propio (génesis de la Orquesta Aragón) y la charanga Loyola, para terminar en la Banda Municipal de Cienfuegos, y viudo múltiple, se materializó por primera vez ante mi vista como un bultico humano plegado hasta la mitad de su estatura en una esquina de la entrada del Café San Carlos, precisamente la que da a la avenida homónima de la ciudad.

  Culminando con la “melacita express”, una función nocturna del Teatro Terry, ejecuté mi acostumbrado escaneo de los tipos (y tipejos) sociales que comulgan su religión de Noctambulismo del Séptimo Día en el espacio referido, me detuve entonces en el nonagenario: lujosamente ataviado de chaqueta, chancletas de recia goma negra, bastón de aluminio y evidentes signos de profunda sordera, dormido a sueño suelto contra el ángulo de la puerta. Era  Loyola, flautista y fundador. “Viene casi todas las noches y está así hasta las tres de la mañana. Luego se va…”, me explicaron los dependientes de turno.  Su casa queda a unas cuadras, al doblar de la Biblioteca Provincial, antiguo Liceo. 
  Aún hierático, pero con los ojos abiertos, me encontré de nuevo a Efraín, en diurna reunión de la UNEAC cienfueguera, cercana al último congreso de esta. Como fundador de la organización en 1962, ejerció su derecho a hablar en el momento que escogiera, con las palabras que quisiera y el tiempo que estimara conveniente, sin seguir órdenes de palabras pedidas. Impidió que un creador no cienfueguero (tocó ser Senel Paz) concluyera la sesión, y emitió (sus) verdades, de las menos atendidas, ni siquiera por mí. Urgidos por el tiempo, mirábamos respetuosa y compasivamente al sordo ancianísimo que alongaba la sesión más de lo necesario, violando normas protocolares a troche y moche.
  Dormido me lo encontré varias tardes, en posición más digna que en la cafetería, sentado a una mesa en el apacible patio de la organización de los artistas y escritores cubanos, quizás soñando, quizás inmerso en resquicios evocativos que sólo los viejos conocen, quizás fundando de nuevo la UNEAC, o repasando las llaves de la flauta con presteza largo tiempo perdida, o quizás nada de esta elucubración laudatoria y “kitsch” a que apelo, en inconsciente rapto por escribir un obituario formal(ista).
  Quizás el endomingado Efraín ya no soñaba con nada, sino que, confundiendo tiempos y espacios, vivía de nuevo sus infantiles limpiezas de zapatos, sus adolecentes ventas de periódicos y los juveniles bregares panaderos, hasta que aprendió a tocar la flauta bajo las tutelas del panadero Eloy Frías y el ejecutante de redoblante Dagoberto Jiménez (1) nombres, vidas, sueños olvidados ya por todos, menos por Efraín, que los adoptó para su historia personal, como frágil nexo vivo entre los inicios del siglo XX y los inicios del XXI. Conecto que ya desapareció, sombra fantasmal que quizás duerma par de siestas más en una esquina de la entrada del Café San Carlos, precisamente la que da a la avenida homónima, donde lo vi por primera vez, lujosamente ataviado de chaqueta, chancletas de recia goma negra, bastón de aluminio y evidentes signos de profunda sordera, dormido a sueño suelto, dormido quizás a recuerdo suelto, limpiando zapatos, voceando periódicos, haciendo pan, tocando la flauta.
  Sería interesante, algún día de “aniversario cerrado” y “sentidos homenajes”, colocar una tarja conmemorativa en la cafetería donde durmió Efraín, hermano de Antonia, Beatriz, Eliseo y Wilfredo, hijo de Escolástica y José Ramón, nieto de Dolores y Ramón, sobrino nieto de María Tula, “negra de nación”…(2) 

Notas:
(1) Todos los datos históricos los ha obtenido de RAMÍREZ CABRERA, LUIS ESTEBAN: Flauta por flauta, Ediciones Mecenas (Cienfuegos) y Ediciones Unión (La Habana), pp. 15 a 20.
(2)
Ídem, pp. 12 y 13.

Loyola In Memoriam: Las Huellas de un Charanguero  

A un año del adiós

Loyola: Así en la Tierra como en el Cielo…con diamantes  

  Poco o nada de formal panegírico tiene la muestra fotográfica tripartita Así en la Tierra como en el Cielo, inaugurada esta semana en el Centro Provincial de la Música Rafael Lay, donde las percepciones de los cienfuegueros Libán Rodríguez, Modesto Gutiérrez y el canadiense Bob Dalby, confluyen para dar testimonio iconográfico de los últimos andares por las calles de la ciudad, del quijotesco flautista y compositor nonagenario Efraín Loyola Hernández (1916-2011), hermano de Antonia, Beatriz, Eliseo y Wilfredo, hijo de Escolástica y José Ramón, nieto de Dolores y Ramón, sobrino nieto de la “negra de nación” María Tula; fundador del Conjunto de Sones los Naranjos, Ritmo Propio (génesis de la Orquesta Aragón), y la charanga Loyola. Último fundador de la UNEAC junto a Guillén, que pervivía en la Perla del Sur.  
  Cabalgaba ya entonces a velocidad apenas perceptible, sobre los chanclos de goma ruda y el bastón cuadrúpedo, en un mundo de silencios, donde los agudos tonos de la flauta en el recuerdo eran quizás los únicos asideros nítidos. Las manos se crispaban automáticamente sobre las llaves, estuvieran ahí o no. Sus labios tendían a depositar un beso eterno sobre la embocadura, a susurrarle notas que luego el instrumento expandía a los cuatro vientos, durante las sesiones dominicales de la Banda Municipal de Conciertos. Reposaba su vida en el quicio de la Cafetería San Carlos, durante las madrugadas, y en las duras sillas de los Jardines de la UNEAC, durante días, tardes o noches. En estas peregrinaciones y avatares lo siguieron las cámaras de Libán, Modesto y Bob, escamoteándole momentos al olvido, sobrevenido con la última exhalación del longevo músico.
   Las obras expuestas son segmentos significativos de un emotivo mosaico, impregnado de remembranza casi melancólica, del carácter de Efraín Loyola, de su cotidianidad postrera, como amable fantasma (aún en vida) del pasado de la música cubana, que no buscaba asustar a nadie, solo sacudirse la eternidad de la osamenta. Las obras de mayor formato (12X18 pulg.), con preeminencia del blanco y el negro, con algunos elementos de color y el sepia, defienden una percepción más personal de los artistas sobre Loyola. Establecen con cada pieza un diálogo de luz y sombra con las arrugas insondables; la ajada y orgullosa mirada; la sonrisa de picaresca limpidez; las transparentes manos, hechas a imagen y semejanza de una flauta; el sonido ya muy tenue que en momentos de extrema calma quizás se pueda oír deslizar de la flauta eternamente pulsada; la palabra de ronca alerta; la sombra, capa de armiño cuyo paso detenía el tiempo en el Parque Martí; la soledad de quien ha sobrevivido a todo y aguarda un próximo compañero de quicio, a quien emular los años.
  Con las más numerosas fotografías de dimensiones breves (12X8 pulg.), con mayor presencia del color natural, los autores devienen cronistas, benévolos “paparazzis” de alegrías, solemnidades, condumios últimos, momentos coquetos, poses con esposas que siempre Loyola sobrevivió, diálogos con vástagos, discípulos, creadores, intelectuales, colegas músicos de la rumba y el son, presencias en tertulias nocturnas, donde siempre rasgó el silencio con sus opiniones y memorias, y algunas otras caminatas por el Parque Martí.
  Efraín Loyola, así en la Tierra de Jagua, Hamao, Guanaroca, como en el Cielo de Huión, Maroya, Atabex y Mabuya; así en la Tierra de Benny Moré, Edgardo Martín, Rafael Lay y Felito Molina, como en el Cielo donde todos descansan, absuelto cada posible pecadillo por la música, desanda en estas fotos de Libán, Modesto y Dalby las calles de esta urbe, con pisada tan broncínea como la del “Bárbaro” del Prado, casi tan lento como el eterno paso de la escultura, acodado en su flauta y sus bastón cuadrúpedo.  (Antonio Enrique GONZÁLEZ ROJAS)

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