Los medios de comunicación masiva inciden privilegiadamente en nuestra
población y determinan un espectro importante de líneas a seguir en la
conformación del gusto. No me refiero, en este caso, a patrones de conducta en
sociedad, aunque estos deban estar en el diapasón de sus resultados
comunicativos, sino a patrones de percepción mediados por el gusto.
Telenovelas, radionovelas y otros
programas episódicos podrían ser colocados en primer orden de incidencia. Muy
cerca en importancia, se hallan los programas de corte musical, y más
rezagados, aquellos de opinión crítica, los informativos y los documentales
didácticos y científicos. Este orden jerárquico seguramente es diferente en la
inmensa geografía del contexto universal, donde la marca del spot publicitario
recoloca las piezas y la industria predice y condiciona el rating. Sin embargo,
la importancia del consumo de series a través de la televisión parece ser un
fenómeno global, digno de atender con mayor profundidad y menos desdén de
pretendida superioridad cultural.
El espacio estelar de transmisión de la
televisión cubana ha alternado, con bastante regularidad, una telenovela
nacional y un culebrón extranjero, casi siempre brasileño. Las producciones
cubanas no son, como la mayoría de las procedentes de la industria del
entretenimiento, interminables cadenas de capítulos cuyas tramas se resienten
sobre la base de intrigas gastadas por el uso y conflictos estandarizados por
la moral social convencional. De ahí que, por mi parte, no las considere “culebrones”,
aun cuando no pocas se elaboren sobre bases codificadas del culebrón, como sí
podemos considerar a la generalidad de los productos argentinos, colombianos y
brasileños que nuestra televisión exhibe, incluso cuando estos últimos hayan
alcanzado un sello de socialización distinto, también digno de atención. En la
conformación y complacencia del gusto popular coinciden, en jerarquía de
atención, la telenovela cubana y el culebrón extranjero.
Salvo excepciones, y durante un largo periodo, el público cubano se vio
privado del consumo de telenovelas que reflejaran conflictos básicos para su
existencia y, menos aún, que llamasen a la elevación de su gusto cultural. Se
podía advertir muy fácilmente que la realidad reflejada en la pantalla se
hallaba seccionada, huérfana del complejo bregar de la cotidianidad y, sobre
todo, incapaz de generar inquietudes de transformación social. De un tiempo a
esta parte, las cosas han cambiado, al punto de que, chocando con un producto
como Con palabras propias o Amores de verano, se tiene la impresión de que esos
serios problemas de nuestra realidad se van fetichizando estéticamente, para
reconvertirse en clichés de escaso vuelo.
En las telenovelas de
producción nacional, tanto las referencias como las apropiaciones del arte y la
cultura suelen ser superficiales y esquemáticas, tal como lo exigen los códigos
del producto masivo, y es obvio que enfrentamos retos existenciales y
culturales que difícilmente pudiéramos vislumbrar en sus pueriles argumentos.
Se ha introducido, no obstante, la cuestión de la correspondencia entre el
salario y el nivel de vida, al tiempo que a ello se asocia la reproducción de
valores morales o, como denuncia, su pérdida, generalmente en la búsqueda de
elevar la apariencia de vida.
Ellas son, sin embargo,
principal fuente de consumo y factor de incidencia clave en la formación del
gusto en nuestra población. Las cápsulas argumentales con que la fábula total
se va recomponiendo conquistan el eje de opinión entre la gente común, que
siente derecho a intervenir -incluso exigiendo cambios radicales y hasta la
preservación de los conservadores estatutos de no-revelación- y a definir sus
rumbos venideros. El filosofar cotidiano se vale, con frecuencia, de aquel
parlamento de muy estudiado estereotipo que el personaje de turno pronunció en
algún capítulo reciente.
Cuando ciertos tópicos
polémicos afloran, vencido el trabajoso proceso de convencer al aparato de
asesores y responsables directos e indirectos de la programación, el público
mismo incita la censura; a veces presiona hasta para que esos tópicos
preteridos regresen a sus niveles habituales de invisibilidad. No es extraño si
se tiene en cuenta que tradicionalmente este producto ha evadido ese tipo de
conflicto, sobre todo en lo relativo al ámbito de lo moral.
La telenovela, a la que el
habla común adjudica el genérico de su antecesora literaria, marca incluso el
itinerario de vida de sus consumidores. Se nos convoca a reuniones “antes de la
novela”, se proscriben llamadas telefónicas en su transcurso, o se pactan
acciones, desde salir de casa hasta marcharse a la cama, “después de la
novela”. Itinerario y sentido, pues el consumidor juzga con vehemencia si, por
excepción, se le plantea un problema serio, de profundidad social, o se burla y
chotea con ironía, en general, noble y permisiva, cuando se trata, como suele
ocurrir, de un producto ligero, viciado por el prototipo que de Cuba salió hace
más de medio siglo.
Una política cultural
dirigida, en principio, al proceso educativo de las masas -previsto aún antes
que lo recreativo- ha dejado su impronta en la manera de asumir la telenovela
cubana: la ha convertido en menos atractiva y ha limitado, por tanto, su
descarga de buenas intenciones. A la larga, la noción genérica, en sus
estereotipos de manipulación, ha vencido en la apuesta dialéctica de “atraer” a
las masas hacia ideas venerables, pues apenas se advierte una puesta en
argumento de asuntos fijados. También es
cierto que, más que por el talento de sus escritores, se apuesta por su ductilidad
a la hora de aceptar el espectro de temas y maneras y, sobre todo, los giros
argumentales que se espera sean de “correcta” aceptación. Del conjunto, han
sobresalido algunos casos -como Si me pudieras querer, La cara oculta de la
luna o Aquí estamos, con amplia ventaja
para el primero y sin que, por ello, se viera libre de empobrecidos ganchos de
captación masiva o edulcoración de los conflictos-, aunque terminaron cediendo
ante el prototipo genérico, tanto en el paso narrativo como en el resultado final,
anodino aun para el más fiel de sus fanáticos.
La ya sin dudas olvidada Al
compás del son, concebida dramatúrgicamente sobre la base de los más
anquilosados clichés mediáticos. Más allá de la calidad del elenco artístico y
de los intervalos humorísticos, Al compás del son se apoyó en un elemento de
arraigo cultural autóctono y auténtico: la música tradicional cubana, o la
música universal al modo cubano interpretada. Ese ir escuchando piezas
musicales de un repertorio que nuestra recepción nacional había ido dejando en
el olvido, arregladas con mesura y precisión y dignamente interpretadas, solazó
al espectador y hasta le permitió reconciliarse con el desván polvoriento de su
propia cultura. Fórmula, dicho sea de paso, que había sido probada por un producto
colombiano.
Posteriormente, las ofertas
encararon circunstancias de existencia inmediata, con un enfoque marcado hacia
la importancia del dinero y el estatus de vida de los personajes. Y se introdujo el tema de la diversidad
sexual desde el punto de vista del reconocimiento social. Cuestiones que habían
sido un tabú para la programación dramática -no así para la científica o de
orientación- acudieron, por fin, al ámbito de lo masivo. Se destaparon, al
cabo, los clósets de la telenovela cubana. Ello no implica -sería
voluntariosamente ingenuo pensarlo- que se ha resuelto el problema en el
terreno de la comunicación social. Los estamentos tradicionales de conducta no
se cambian solo desde la aceptación perceptiva, sino desde una práctica que
pueda integrarse a la cultura popular antes que a la alteridad sectorial.
Y a pesar de lo conseguido
por determinadas obras, la telenovela cubana no sobrepasa el modo estándar de
producción y no consigue, por más que se acepte que su contaminación axiológica
es un punto positivo, reconvertir el gusto popular y prepararlo para poder
prescindir del subproducto. Tal vez por eso tampoco termina por darse el salto
en el universo perceptivo de la población respecto al quiebre de tabúes, como
los relativos a la diversidad sexual. Por consiguiente, tampoco rebasa el
embate devastador que el lado “desencantado” de la posmodernidad le va legando;
y el “pensamiento afirmativo que abandona la transgresión y renuncia a la
crítica”* actúa, desde la propia cultura, como un ejército de desenfadadas
termitas que se va alimentando del sistema social.
En el culebrón extranjero,
la tendencia apunta hacia historias demasiado simples, carentes de conflictos,
como si la agonía por la audiencia entregara a sus programadores a la fiebre
del rating, sin que se vele por la trascendencia cultural de lo que se
transmite. Gracias a ello, el inmenso
espectador del culebrón ha creado códigos a tal punto mediatizados, que amenaza
con tomar el espacio sólo en base a tales condiciones. Prefiero no extenderme
glosando un tema tan ampliamente tratado en esta época, sino advertir que, en
Cuba, el resultado semiótico de ese camino de massmediación globalizada por vía
del culebrón -a veces, en efecto, salpicado de elementos de subtrama capaces de
movilizar un interés de crítica social y de mejoramiento humano- se convierte
en normativa de un pacto de consumo vacío, cuyo sentido está, en esencia,
dispuesto a rechazar todo ejercicio de crítica interpretación.
Más que un pasivo recurso de
maniobra comunicativa, se advierte un cinismo de consumo pragmático, objeto de
refugio ante la serie de tópicos prefabricados de otros sectores de la
programación. Lo curioso, e inadmisible a mi juicio, es que tanto intelectuales
como funcionarios-productores “justifiquen” el hecho, alegando que es universal
el fenómeno, es decir, admitiendo que el impacto global de la globalización
deculturadora debe ser recibido como un mal necesario, acaso en virtud de la
filosofía popular que, ante la violación, postula, no sin ironía de conformidad
contracultural, el axioma de ¡relájate y goza!
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