La sesión final fue en el Jardín Botánico de Cienfuegos. |
La última jornada del VII Encuentro Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre, aconteció en el Jardín Botánico de la ciudad de Cienfuegos. Los participantes disfrutaron y conocieron acerca de la flora que habita el lugar y compartieron el escenario con la lectura de crónicas.
Como parte del evento, ya de manera tradicional, se premian las obras en concurso durante la clausura del mismo. En esta ocasión, el jurado, integrado por periodistas de diferentes medios nacionales y provinciales coincidió en que los trabajos presentados reflejaron de forma representativa la realidad de la crónica en el país. Acotaron, también, que junto a exponentes dignos y con valores en su elaboración, llegaron otras creaciones que denotaron la falta de claridad en la definición del género.
Nuevas ideas fueron colocadas en el colimador para que el Encuentro Nacional de la Crónica que se realiza cada dos años en la Perla del Sur, continúe perfeccionándose.Como parte del evento, ya de manera tradicional, se premian las obras en concurso durante la clausura del mismo. En esta ocasión, el jurado, integrado por periodistas de diferentes medios nacionales y provinciales coincidió en que los trabajos presentados reflejaron de forma representativa la realidad de la crónica en el país. Acotaron, también, que junto a exponentes dignos y con valores en su elaboración, llegaron otras creaciones que denotaron la falta de claridad en la definición del género.
A continuación, Guanaroca del Sur les ofrece
el acta del jurado que examinó las numerosas obras contendientes:
ACTA DEL JURADO
Luego de leer, escuchar y visionar las
145 obras presentadas a concurso, el jurado presidido por Luis Sexto e
integrado por Omar George Carpi, José Jasán Nieves, Ramón Lobaina, Alina Perera
y Eduardo Montes de Oca, considera que las mismas reflejan de manera muy
representativa la realidad del género en el país.
Junto a exponentes dignos y con valores en su
elaboración llegan también creaciones que denotan falta de claridad en la
definición del género y una notable tendencia a confundirlo con la reseña o la
evocación histórica musicalizada de figuras y sucesos.
Pudo apreciarse también el infrecuente empleo
de los recursos que cada medio y lenguaje específico ofrecen a sus creadores;
pues resultó inhabitual encontrar obras radiales y televisivas donde junto a la
palabra, el sonido, las imágenes y el silencio completaran puestas en escena
mejor consumadas.
No obstante, en el conjunto de obras varias
mostraron la existencia de cronistas curtidos y también la paulatina presencia
de nuevos cultores con olfato y estilo para contar historias.
Tras las deliberaciones, este jurado
determina por unanimidad:
Finalistas
A los
cuales expresa un reconocimiento por haber llegado a la final del concurso:
1. Dejemos que se nos vaya el tren, de Yoelvis Lázaro Moreno.
2. El beso de Lina, de Nyliam Vázquez
García.
3. Generaciones cansadas, de Yunier Riquenes García.
4. Habanas, de Nelson González Breijo.
5. Lucía, de Carla Colomé Santiago.
6. El viejo lugar, de Adriana Castillo González.
7. Mil crónicas para el decano, de Yandrey Lay Fabregat.
CATEGORÍA: Prensa
escrita
Por sus valores sugerentes en el
lenguaje y la emotividad, el jurado decidió otorgar menciones a: No
quiero soñar, de Sayli Sosa Barceló, de Ciego de Ávila, y a
Un día cualquiera del vendedor,
de Melissa Cordero Novo, de Cienfuegos.
Además, por el dominio y la capacidad
de contención que ambos autores demuestran en la evocación de sus abuelos, sin
que se note ninguna concesión al sentimentalismo, el jurado decide otorgar un Segundo premio compartido a: Huérfana de muñecas, de
Leydi Torres Arias, de Villa Clara, y El Yunque, de Jesús Arencibia Lorenzo, de Juventud
Rebelde
Por sus valores estilísticos que confirman
que la crónica es un enunciado que se mueve entre el periodismo y la
literatura, donde lo emotivo es el hilo conductor de la historia, el jurado
otorga el Primer premio
a Las rosas de Eulalia, de
José Aurelio Paz, de Ciego de Ávila.
CATEGORÍA:
Estudiantes de Periodismo
El jurado decidió otorgar el Segundo premio a Un hombre de verdad, de
Carlos Manuel Álvarez, por la originalidad expresiva con que se acerca a una
figura del béisbol, eludiendo los lugares comunes.
El jurado eligió entre los numerosos
concursantes en este acápite, como Primer
premio, a: 90
millas, de René Camilo García Rivera, en una breve y
contenida crónica que se mueve original, chispeante y sugerentemente en el
costumbrismo activo.
CATEGORÍA: Digital
El jurado otorgó el premio a Los locos y las puertas,
de Reinaldo Cedeño. Esta crónica confirma que nunca será suficientemente
encarecido que los post digitales exigen el mismo tino, la misma capacidad de
selección estilística que los textos para otros soportes. Lo que caracteriza a
esta crónica, además de la sensibilidad y la economía de medios para articular
su historia, es el respeto por la libertad que un blog personal suele entregar
a sus autores. Libertad que, como ya hemos dicho, nunca autorizará el descuido.
CATEGORÍA “Crónicas
dedicadas a José Martí”
Premio: La infancia de un líder, de Miguel Ángel Montero (CMHW, Villa Clara). Por la
original ubicación del motivo en un momento primigenio del Héroe Nacional
cubano, escritura enriquecida en su comedimiento y el acertado empleo de
recursos radiofónicos en la conformación de la imagen sonora cronicada.
CATEGORÍA Radio
Mención: Añoranza,
de Suled López Benítez (Aguada Radio, Cienfuegos).
Por la evocación íntima de
una historia de vida valiosa y enaltecedora de un oficio que no por humilde
deja de representar una importante función social; y por el apropiado empleo de
varios planos sonoros para enriquecer la narración.
Premio: 90 años de la
radio cubana, de Miguel Ángel Montero, de la CMHW, Villa Clara. A través de una apretada e intensa síntesis
recrea la historia de la radio cubana con lenguaje propio del género y no solo
evoca referencias textuales a la presencia ineludible del medio en nuestra
sociedad, sino que aprovecha con certeza dramatúrgica las referencias sonoras
identificativas de momentos esenciales en todo el devenir de las ondas radiales
dentro de nuestro país.
CATEGORÍA Televisión
Mención: Detalles,
de Marleydi Muñoz Fleites (Perlavisión, Cienfuegos). Por la valiosa llamada de
atención sobre rasgos, escenas, fragmentos de ciudad que por habituales suelen
pasar inadvertidos ante los ojos humanos, acompañada de una excelente
fotografía que impulsa la obra de la cronista.
Premio: Rocas, de Ismary Barcia Leyva
(Perlavisión, Cienfuegos). Con mano experta se manejan aquí los recursos
audiovisuales, en especial la fotografía, para rescatarle a la crónica su
espíritu inicial de historia de peripecias, descubrimiento y viaje. A partir de
la subjetividad de la mirada, esta obra revela emociones ante el paisaje y
descubre valores ecológicos y patrimoniales apartados en la oscuridad
cavernaria.
Para que así conste lo firmamos en la ciudad
de Cienfuegos, a los 12 días el mes de noviembre de 2012, “Año 54
de la Revolución”.
TEXTOS PREMIADOS EN
PRENSA ESCRITA
Primer premio: Las rosas de Eulalia / Por José Aurelio Paz
Las rosas de Eulalia eran sagradas. Las
quería como sus niñas consentidas y las mimaba, diariamente, echándoles agua
con un jarrito de la cocina, todo agujereado, que era su regadera.
Fue a la primera persona que oí decir, en mi
infancia, que las flores no se arrancan. Que nacieron para provocar y romper,
con su intensidad de colores, el verde parejo de las plantas.
Tan católica como fue, a su manera, afirmaba
que cortar una sola era pecado. Que aunque al oído humano no le había sido
otorgada la gracia de escucharlas, ella sentía, aún dormida, el gemido de sus
rosas, cuando un enamorado pasaba y las raptaba de un criminal jalón, y se las
llevaba sin permiso. Corría, entonces, a la ventana y era cuando, únicamente,
se le escuchaba decir una palabrota escapada de sus sagrados labios.
Éramos como moscas ante el dulce. Eulalia se
sentaba en las tardes a mirar su rosal y los chamas sucumbíamos, embobados, a
sus historias. Una especie de Sheherezada de barrio sentada en su taburete,
hecho con el cuero de la única vaca pinta que tuvo su abuelo. Semianalfabeta,
parecía ungida por toda la sabiduría del mundo que otorga un día tras otro,
cuando se va con los ojos bien abiertos y la virtud prendida al pecho.
Afirmaba que no era una barbaridad decir: “La
mata del patio está parí ‘a”, porque era ella testigo del dolor y alegría con
que la piel del tallo se iba rompiendo para que, primero, naciera un puntico
verde y abultado y, después, un capullo que provocaba, finalmente, una falda
arrolladora de vuelos teñidos de un perfume que no ha existido perfumador que
imite con total exactitud.
Cada rosa, para ella, tenía su nombre y su
historia. Creo que llevaba, a punta de lápiz en una libreta vieja, la fecha de
nacimiento de una y otra. Las bautizaba sin más agua bendita que la del pozo de
su patio de tierra. Tristeza le llamaba, por sus intensos tonos ambarinos, a
una que parecía una doncella china tomando el té de la tarde. Quinceañera, a la
rosada de pétalos, cual vestido de tul para su fiesta. Zalamera, a la punzó,
como si estuviera a punto de bailar sobre un “tablado de corazones», con sus
zapatos de tacón y cuero, y su mantilla roja. Revoltosa, a la que era matizada
y sus hojillas se enredaban, unas con otras, como la cabecita de rizos de Pilar
cuando se fue a la playa “por la calle del laurel…”.
Las únicas que no le gustaban eran las de
injerto. Les recordaban al aya de la francesa que “se quitó los espejuelos”;
cuando las rosas comunes nacen en ramilletes, como bulliciosas lavanderas que
van al río a lavar su ropa, sin otro jabón que su aroma natural blanqueando el
alma.
Dos veces al año, Eulalia se restregaba las
manos, nerviosa, en su delantal. Digo que
ella era, también, una rosa blanca o la rosa-madre que no pudo tener hijos
propios y por eso nos consentía. La noche anterior afilaba su tijera para que
doliera menos sobre el cuello de sus “muchachas”. Decía que hacerlo con un
cuchillo o a mano limpia era la mayor vileza del mundo.
En la mañana nos tenía, silenciosos, frente a
su imponente rosal blanco, el más puro, que era un mausoleo a la ternura. Nos
examinaba como a su tropa especial. Revisaba que los zapatos, aunque tuvieran
un roto o un zurcido, fueran espejos. Inspeccionaba nuestras uñas como general
a su infantería. Miraba detrás de las
orejas “por si las moscas” crecía allí, escondidito, un inaudito boniatal. Y
solo entonces comenzaba el rito.
Primero echaba un reza’o. Pienso que era pidiéndoles
perdón a las rosas por el crimen, o quizá diciéndoles que era esa la única
manera digna de morir para las flores. Solo entonces colocaba el filo junto al
tallo. Cerraba los ojos. Suspiraba. Y
se sentía el metálico ¡chaz! de su tijera, mientras iba colocando los tallos
con su corola, uno a uno, en nuestras pequeñas manos.
Terminada la faena, sonreía con resignación,
pero con gusto. Nos miraba a los ojos para descubrir, allá en lo profundo, el
hombrecito o la mujer que seríamos mañana, y el tipo de aroma que tendríamos
luego. Y nos íbamos a la escuela con un único recado, que nos gritaba recostada
a su cerca, todavía, cuando la distancia nos iba haciendo chiquiticos hasta
desaparecer en su agridulce mirada.
“¡Ah, díganle a Martí que las cultivo para él
en mayo como en enero! ¡Díganle al José de la calle Paula, que lo amo mucho!”
.
Segundo premio: Huérfana
de muñecas / Por Leydi Torres Arias
El día que mi abuela me contó sobre su
infancia yo miré mis muñecas y por primera vez no quise tener tantas.
Ella, que había jugado con botellas vestidas
y que amarraba de un cordel un pedacito de madera para que sus hermanos jugaran
con “carros” Yo, que tenía una decena de muñecas, me sentí torpe.
A mi abuela la pobreza no la dejó titubear
entre destinar un centavo para un refresco de cola o comprar una cabeza de ajo
para la comida. Su juego de “las casitas” fue más real que el mío. Cuando
terminaba la escuela se iba a envolver caramelos a una dulcería a cambio de 40
centavos mensuales.
Dice que cada inicio de año las tiendas se
llenaban con juguetes nuevos, para que los “reyes magos”, luego de recoger las
cartas de los niños, fueran a comprar los regalos que ella y sus hermanos
habían visto desde las vidrieras.
La escuché, pero no pude conocerla antes para
darle mis muñecas.
Años después leí por primera vez Los miserables y también
por primera vez un libro me conmovió. Comprendí por qué cuando Jean Valjean
conoció a la pequeña Cosette decidió comprarle una muñeca.
La muñeca -escribió Víctor Hugo- es una de
las más imperiosas necesidades y al mismo tiempo uno de los más
encantadores instintos de la infancia femenina… El primer niño es la
continuación de la última muñeca. Una niña sin muñeca, es casi tan
desgraciada y enteramente tan imposible como una madre sin hijos.
Yo tuve muchas muñecas. Trigueñas, rubias,
mulatas, de vestidos rosados, amarillos. Algunas, solo algunas tuvieron
nombres.
Esos juguetes los conservé hasta hace unos
años. No quería desprenderme de ellos. Guardé un conejo azul de algodón al que
tuve que coser muchas veces, porque se le abría una herida cada vez que lo
lavaba. Y otros muñecos viejos que me devolvían los olores de mi infancia. Los
demás los regalé a una prima y a Camila, una niña que a cada rato iba a
mi casa a pedir una lata de arroz.
Esa niña me recordaba a mi abuela. Pequeña,
menuda, pobre y con hermanos más pequeños.
A mi abuela solo pude escucharla. No pude
enviarle muñecas 50 años atrás, ni darle otro centavo para un refresco. No
pude. Pero Camila no tendrá que jugar con pomos. Ella no le contará a sus
nietas que alguna vez fue huérfana de muñecas. Ella podrá ponerle nombres a las
que un momento fueron mías.
Segundo premio: Yunque / Por Jesús
Arencibia Lorenzo
De tanto “mandarriar” sobre el yunque de la
herrería, el Viejo casi perdió el yunque de su oído. Pero la sordera nunca le
ha provocado hablar alto, más bien se ríe por lo bajo, pícaramente, entendiendo
lo que puede y contestando siempre lo más amable.
Herrero, carbonero, chofer de guaguas, agricultor,
ambulanciero, reparador de botas, mecánico… Su tesón, única lumbre desde que
con siete años, huérfano, comenzó a ganarse la comida en un molino, ha
alcanzado no sé cuántos títulos. Puede que no tocara más letras que el
abecedario del monte, pero con ellas ha escrito la honradez diaria sin faltas
de ortografía.
Peso sobre peso juntó para su casa: escogió
los ladrillos más firmes, la placa más gruesa, y albañileó él mismo, que para
aprender jamás tuvo miedo. Faltó el agua y cavó un pozo. Vinieron ladrones y
levantó una cerca. Tuvo tres hijos, y les enseñó el ancho de la guataca y la
largura del surco, para que sacaran clarita la matemática del decoro.
En su vista de tramontar imposibles, todas
las cosas se resuelven, “con el tiempo y un ganchito”. Y cuando algo sale mal,
no importa, esos son “gases del oficio”.
Por ahí andan sus fotos, de lustre y
simpatía, con la piel india, la sonrisa fácil y el pelo lacio negrísimo.
Algunos le recuerdan saltarines romances, mas el amor por su Vieja, con la que
lleva 56 años, ha rozado los límites de la devoción. Cierto día reciente, se la
encontró en el suelo, tras un buen rato, pues no oía los gritos. La levantó,
salió desesperado a conseguir ayuda y aprendió a llorar del tiro.
“Ya voy en 83 noviembres”, me dice, en la
sala del hospital donde busca alivio para varios achaques. Puede que sea de
operación y largo tratamiento, pero él duerme tranquilo. Y ante la duda,
aprieta mi mano con su puño de mandarria. Ya ves, sonríe, “estoy duro… como un
trapo”
.
TEXTOS PREMIADOS EN
LA CATEGORÍA ESTUDIANTES
Primer premio: 90
millas / Por René
Camilo García Rivera
Los cubanos no nos identificamos con esta
unidad de medida. Será acaso porque en la infancia los profesores nos enseñaron
el kilómetro para calcular las
grandes distancias. “Cien centímetros son un metro, y mil metros son un kilómetro“, nos decían. Y así crecimos
con este razonamiento.
A la milla
la ignorábamos. Nunca la hemos tomado en serio. ¿Para qué emplearla si nos
basta nuestro método? Además, nos resulta un poco “imprecisa”. Una milla son 1609 metros, cifra nada
especial. Así, el kilómetro se coronó en esta Isla como “rey de las medidas”.
Su hegemonía se extendió a cada instante en que fuera preciso calcular trechos
de gran envergadura.
Pero la milla
no murió. Aún representa mucho para los cubanos, sobre todo si le anteponemos
el número 90. Esta combinación es la única que comprendemos más que su
equivalencia en kilómetros. Pregúntenle a cualquier paisano la distancia con
los Estados Unidos y la respuesta automática será: “90 millas”; pregúntenle
cuántos kilómetros son y se encogerá de hombros.
No obstante, existe una porción de
nosotros que puede responder sin dificultad la pregunta. No porque seamos
eruditos ni duchos en las matemáticas, sino porque el béisbol nos lo ha
enseñado. Muchas veces los apasionados de este deporte nos vemos forzados a
dominar esa conversión, y no precisamente por afán de conocimientos, sino por
necesidad, para comprender mejor lo que vemos.
Como la mayoría de los aficionados
disfrutamos las rectas veloces, y las entendemos así si son superiores a 90
millas por hora, nada más el pitcher suelta la pelota hacia el home posamos la mirada en el velocímetro.
Pero cuando el equipo nacional compite en el extranjero, a veces la televisión
nos juega una mala pasada, pues la velocidad es medida en kilómetros y no en millas; para esas ocasiones tenemos una
fórmula infalible: 90 millas,
son 145 kilómetros.
Solo que no suena igual. Las 90 millas nos
son familiares; sobre todo desde el último medio siglo. En los años 1980 y 1994
fueron la distancia más anhelada por decenas de miles de cubanos. ¿Cuántos de
ellos habrán soñado con volar en una recta del camagüeyano Juan Pérez Pérez, y
así llegar en menos de una hora a su destino?
Esas palabras tienen la magia de provocar
diversas emociones. A algunos les evoca el triunfo; en 1970, cuando ganarle a
los americanos en la pelota era como ganarles la guerra, José Antonio Huelga
apeló a sus 90 millas por hora para vencerlos en el Campeonato Mundial.
Y muchos pitchers
de igual velocidad optaron por lanzar a 90 millas de Cuba. Y también
“triunfaron”, al menos económicamente; pero pregúntenle al “Duque” Hernández si
alguna vez en Grandes Ligas le aplaudieron tanto como en el Latino, donde el
público se ponía a sus pies cuando sacaba un out
sublime.
Esa distancia también está rodeada de dolor.
Será acaso porque las aguas que la cubren son la tumba anónima de miles de
cubanos que no llegaron a la otra orilla. No dudo que como cada 28 de octubre
se echan flores al mar en recuerdo al comandante Camilo Cienfuegos, todos los
días alguna familia vaya a la costa con un ramo para sus seres queridos.
Las 90 millas por hora también provocan dolor
en los bateadores. Lo mismo por un ponche que por un pelotazo; o si no,
pregúntenle a Javier Méndez por qué dejó de jugar béisbol. Seguramente él
responderá que hablen con su verdugo; pero para hacerlo, tendrán que recorrer
90 millas.
Segundo premio: Un
hombre de verdad / Por Carlos
Manuel Álvarez
Cuando Vera lanzaba, yo pensaba que me iba a
morir. Era, por si no le bastara el talento, pura belleza.
Salía con sus medias altas y su melancólica
elegancia y casi como un ritual preparaba el box, aquel redondel de tierra
donde dejaba de ser un pitcher para convertirse en un incesante despliegue de
formas. En una demencial acrobacia de luz.
Con los spikes removía el suelo, lo medía.
Luego se inclinaba y tomaba la pez rubia o miraba la pizarra o se ajustaba el
uniforme, nada de suma importancia, hasta que se acomodaba la gorra y con su
mirada imperturbable, una mirada de comerciante persa, se paraba de frente al
plato e iniciaba, praxitélicamente, su endiablado windup.
Otros hablarán del Duque. Porque también
subía la rodilla a la altura de la visera. Y se contorsionaba. Y a la gente le
parecía que después de lanzar, no tendría forma de zafarse del enredo.
Pero el hombre que yo vi fue Norge Luis Vera.
Es decir, más o menos lo mismo, aunque a mí siempre me parecerá mejor. Un
bailarín del pitcheo. Que es en el beisbol la mayor de las artes. Si uno mira
cualquiera de sus fotos, puede que lo confunda con Fred Astaire.
Cuando Vera lanzaba, yo me ponía duro frente
al televisor. Su slider congelaba el ambiente. Era como un cuchillo de circo,
siempre a la altura de las rodillas. No malgastaba lanzamientos. No intimidaba
con su presencia. No gesticulaba más de lo normal. Era un estoico, un tímido,
un romántico.
Dos héroes tuve de muchacho. Alexei Maresiev
y Vera contra los Orioles. Dos cosas me deslumbraron. La belleza de Milady de
Winter y, como ya dije, aquel windup. Dos cosas me sedujeron. La vida de Huck
Finn y la mirada dura de comerciante persa.
Llegué a pensar, inocentemente, que Vera me
decía algo a través de la pantalla. Pero después supe que no. Que no miraba hacia
ningún lugar. Y que sus ojos tristes y su quijotesca ingravidez eran extrañas
expresiones de su virtuosismo.
Cómo Vera, a pesar de ser un pitcher ganado
por lo reflexivo, un pitcher que llevaba en el rostro la huella indeleble de la
sabiduría, lograba ser implacable, es algo que no logro entender. Un pitcher
inteligente, muy inteligente, y no por eso menos impetuoso.
Todavía lo veo, así, con el 20 en la espalda,
con toda la carga a cuestas, alzando la rodilla, ladeando el rostro, soltando
el brazo a tres cuartos, girando las muñecas a favor del tiempo, uno, dos,
varios segundos… y la slider cayendo largamente, en un sitio impreciso que no
es, pero que bien pudiera ser la eternidad.
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