Aunque a veces
pareciera desmarcarse de esta, en virtud de sus expansiones genéricas —rock, pop,
blues, funky, rithm & blues— y de la incesante
búsqueda de fórmulas y sonoridades que irrigan/somatizan/enriquecen su trabajo
continuado, Raúl Torres no pudiera explicarse sin la existencia de la trova (la
tradicional y, por supuesto, la nueva).
Él surge de la
sedimentación de una manera de crear, de formas de componer canciones desde la
terneza sentida del lirismo, desde los rescates de naufragios, el sentimiento,
la nítida fe, el ardor de las pulsiones más íntimas y la voluntad de plasmar en
sentimientos las percepciones exteriores de un mundo que es manantial de
inspiración, dicha y tormenta para el trovador: un hombre-esponja que chupa
tanto del frenesí como del dolor, del ruido y la furia, de la dicótoma
singularidad de un ser humano cuya grandeza moral está encerrada en la
paradójica simplicidad física de su existencia.
Los textos del
cantautor bayamés, entonados en directo al público cienfueguero durante los dos
conciertos efectuados en el teatro Tomás Terry, engrosan, con distinción, la
poesía eterna de una trova que va de Sindo a Pablo, de Noel a Silvio, y de
Lázaro García a Nelson Valdés. Con estos dos últimos colegas perlasureños,
pertenecientes a distintas generaciones cultoras de nuestro emblemático género,
cantó par de clásicos de su autoría el compositor de Nítida fe y Candil de
nieve, con el acompañamiento de Concierto Sur, bajo la batuta del maestro
Enrique Pérez Mesa, director titular de la Orquesta Sinfónica
Nacional. Instantes ambos al parecer destinados a la antología de un teatro
lleno de historia grande musical, como los dos conciertos todos.
De Se fue a
Café bombón, de Regrésamelo todo a El regreso del amigo, a lo largo del par de
recitales Raúl hizo un pase de revista a parte de lo más selecto de su
escritura, permitiéndose darse tiempo para regalar algún estreno.
El regreso…, compartido a corazón por el público del teatro y compuesto a la muerte de Hugo Chávez —ese cuya “manera de estar vivo nunca va a tener medida” y fuera “antídoto de vida contra la sierpe que sueña a América dividida”—, sea quizá el réquiem más lírico y sensible gestado en la canción castellana a lo largo de muchas décadas. En tales líneas volcó la tristeza colectiva de un continente por la pérdida del hermano, mediante jirones del alma, del cantor pero a la vez de sus oyentes: en razón de los vasos comunicantes del firmante con un público devenido en compañero vital de su época. Una vez más, como siempre, lloré al escuchar la que constituye, a un mismo tiempo, arte de pueblo, arte político y arte musical mayor.
Es bueno, por muchas razones, que Raúl haya compuesto y cantado este tema, para de algún modozanjar esas recurrentes hueras querellas en torno a la presunta apoliticidad del artista. El artista, el plomero, el reparador de zapatos y el afilador detijeras, todos somos seres políticos. Y como seres pensantes, además, que somos, poseemos la potestad, incluso, de regenerar visiones nuevas de pensamiento a la luz de experiencias de vida, contraposiciones, conocimiento.
Sería difícil creer, sin tales vivencias, la irrupción al mundo de un acto de clarividencia semejante a El regreso del amigo en la misma persona co-encargada de la canción de despedida de Brainstorm, el corto de Eduardo del Llano estrenado hacia 2009. No le entendí, no le quise entender a mi Raúl de cabecera, a mi cantautor amado, dicho texto, quizá acto de pasajera ofuscación suya; aunque a veces ni yo mismo me comprendo y nadie seamos para juzgar, cual nos dice la Biblia cada mañana. (Julio Martínez Molina, del periódico 5 de Septiembre)
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