Preludiados quizá no tanto por Orwell como por la historieta Custer, de
1986, con el reality show, presente en la televisión mundial ya desde antes que
en 1999 se emitiese el primer Gran Hermano oficial en Holanda, este medio de
comunicación arribó a la etapa de entronización absoluta de lo trash o basura
como concepto definitorio.
La humanidad y la sensibilidad del individuo,
preceptos básicos aparejados a las conquistas de los procesos revolucionarios
post-1789, quedaron apisonados a partir de su puesta en funcionamiento, a medro
del voyeurismo personal, el morbo, el odio social o raseros desvirtuados a la
hora de medir los presuntos talentos de las personas. Ya el asunto ha llegado a
ribetes tan increíbles de manipulación, que millones de personas se quedan
aleladas en sus televisores mientras seres profundamente anodinos se cepillan
los dientes o eligen la lencería en la tienda de lujo.
Nadie ha resumido el fenómeno de modo tan genial, mediante solo una
imagen, como los creadores británicos de la miniserie Dead Set, cuando en el
segundo capítulo insertan a un zombi contemplando con inaudito interés un
reality.
Es eso en cuanto convirtieron a muchos espectadores estos
espectáculos, cuyo surgimiento algunos teóricos occidentales profukuyamistas
sitúan en tanto consecuencia de la supuesta desaparición del debate
ideológico-político tras la caída del Muro de Berlín y los cambios de
costumbres sociales derivados de las transformaciones tecnológicas, no exentos
de razón solo en lo segundo.
Al reality, producto más demandado de la
telebasura actual, se le suman concursos de participación de estética
“realityshowesca” (su campo de influencias, no todas negativas, en la narrativa
visual es notable; si bien el tema rebasa este comentario), revistas de
variedades, shows con distintos personajes del espectáculo, programas de
“interacción” social en los cuales la degradación ética a que son sometidos los
participantes llegan a bordes de lo aberrado…
Si bien el planeta completo, salvo excepciones, experimenta las
manifestaciones orgísticas del fenómeno, el sur de la Florida constituye, en la
actualidad, uno de los epicentros dominados por dicho perfil de programación.
Dicho por los propios comentaristas de los medios de Miami —con ninguna
simpatía ideológica hacia nosotros—, la televisión latina allí se ubica entre
las peores del mundo; e incluso algunos de ellos mismos la sitúan como la peor.
Como he escrito en varias ocasiones, no es un producto para nuestra
liga, habida cuenta de la alta educación del pueblo cubano. Seguirle
el juego a su visionaje sistemático significa ponernos al nivel de las
carencias formativas de países con condiciones educativas deplorables (se fabrican para
destinatarios locales o continentales de muy escasa instrucción). Sin
embargo, en cuanto supone abierta contradicción, es seguido por muchas personas
en Cuba.
Con tanta extraordinaria teleficción y buen cine produciéndose hoy —más al alcance de
la mano aquí que los programas mencionados, subráyase—, ¿cómo resulta posible
lo anterior? Debido a claras lagunas de base en la educación estética integral,
visto desde el plano institucional, sí; pero también a la falta de interés por
cultivarse o acceder a las ofertas culturales de peso de franjas de la
población incapaces de percatarse que al apostar por la telebasura están
renunciando por voluntad propia al crecimiento espiritual, estético, humano… (Por Julio Martínez Molina)
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