Por Antonio Enrique
GONZÁLEZ ROJAS
Ambas obras palpan casi desde una posición de
complementarios antípodas icónico-epocales, aristas del gran e ignoto poliedro
de la nacionalidad cubana, de su visceralidad histórico-social, retando gélidas
cronologías o simplificaciones tendenciosas, en pos de lanzar a Cuba de lleno
en la alberca de la complejidad posmoderna más ingente, a golpe de intensas
alegorías que impugnen todo facilismo extemporáneamente irreverente, como el
desafortunadamente delatado por la obra fotográfica de Jaime Prendes, premiada
por el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales.
Albuerne vadea y trasciende entonces la
vacuidad efectista que apuesta todo a un golpe de ingenio nada novedoso ya, a
estas alturas del campeonato, donde el incordio epatante abunda casi
obscenamente. Se zambulle, quizás instintivamente pero con definitiva lucidez,
en profundidades psicosociales menos escandalosas y mucho más peliagudas dado
que permiten avizorar medulares pólipos en los estratos más profundos de la
nación, donde el creador vive, crea y cree.
Más allá del innegable atractivo visual de la
obra, que convida a inmediato diálogo sensorial con el enjambre blanco, rojo y
negro que mira impertinente hacia el intruso con ínfulas deístas que los
observa desde privilegiada posición cenital, casi desde un microscopio, las dos
grandes composiciones que la integran, articuladas siempre desde la misma
fotografía, describen una suerte de secuencia de implosión y explosión, de
inhalación y exhalación, o hasta de sístole y diástole del indetenible corazón
de una sociedad viva, renovada por las bisoñas generaciones. Aprehendidas
fueron estas por el lente en un instante de acinamiento, bien espontáneo, bien
inducido con la minuciosidad de un relojero suizo aficionado al conductismo,
para condicionar una definitiva predilección hacia lo grupal, hacia la unicidad
indefinida.
Ambas composiciones, dizque cóncava y
convexa, ilustran además la dualidad de la sociedad en todas sus dimensiones de
familia, grupo, tribu, clan, comunidad, ciudad, país, especie. A la vez que
seno tibio donde generar y acoger al individuo entre sus paredes maternales y
hasta recibir al ente foráneo que vigorizará sus esencias, resulta también la
sociedad infranqueable e intransigente horda xenófoba que cual falange
macedónica erizada de lanzas, repelerá a quien ose objetar sus normativas y
credos.
Reside en la laureada obra de Albuerne, la
virtud del símbolo feraz, desde cuya dimensión de arquetipo posibilita sugerir,
más allá de las posibilidades soñadas por el propio creador, un vasto universo
de sentidos no circunscritos a la época y el contexto que unívocamente signan
cada concepción humana, ofreciendo testimonio de ese irrepetible segmento de
existencia. Va más allá la obra en su capacidad alegórica, cósmica en el
sentido de sintetizar complicados sistemas psicosociales. La sencillez casi
ruda de los esquemas prefigurados con la manipulación de la única imagen que se
replica hasta diluir el arriba y el abajo, permite comulgar con las esencias
contenidas, sin afeites que desdibujen el camino. La nitidez no socava la
complejidad contenida, sino la subraya ante los ojos que quieran ver.
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