Flama y brisa se imbrican en tibia caricia. Nodriza del crepúsculo, la ciudad aguarda el alba y reverencia el mar que la corteja. Simbiosis de océano y resol; génesis de sus epítetos y suntuosidad; especie de sortilegio de esta ribera caribeña... Cienfuegos, la Perla del Sur.

lunes, 26 de agosto de 2013

Miguel Ángel Albuerne triunfa en el Salón Aniversario 60 del Moncada



Por Antonio Enrique GONZÁLEZ ROJAS

   La caleidoscópica mirada que el diseñador y fotógrafo de Cienfuegos, Miguel Ángel Albuerne, lanza desde las dos piezas de la serie En blanco, negro y rojo, sobre una realidad donde lo individual se licua en la colectividad uniforme, (más que meramente uniformada) de valores reducidos a lo decorativo, desde los mismos orígenes de unas vidas a la cuales se les busca cercenar los síntomas de la heterogeneidad, compartió honores con el tríptico instalativo De la contienda, A degüello y Crisálida, del holguinero Fernando Badía, como definitivos premios del Salón Nacional de Artes Plásticas Aniversario 60 del Moncada, inaugurado y galardonado recientemente en la galería Arte Soy, ubicada en el Área Monumental 26 de Julio, de Santiago de Cuba, por el jurado presidido por el artista Nelson Domínguez, e integrado además por Eduardo Roca (Choco), Alberto Lescay, Carlos René Aguilera y la especialista Grettel Arrate.

  Ambas obras palpan casi desde una posición de complementarios antípodas icónico-epocales, aristas del gran e ignoto poliedro de la nacionalidad cubana, de su visceralidad histórico-social, retando gélidas cronologías o simplificaciones tendenciosas, en pos de lanzar a Cuba de lleno en la alberca de la complejidad posmoderna más ingente, a golpe de intensas alegorías que impugnen todo facilismo extemporáneamente irreverente, como el desafortunadamente delatado por la obra fotográfica de Jaime Prendes, premiada por el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales.
  Albuerne vadea y trasciende entonces la vacuidad efectista que apuesta todo a un golpe de ingenio nada novedoso ya, a estas alturas del campeonato, donde el incordio epatante abunda casi obscenamente. Se zambulle, quizás instintivamente pero con definitiva lucidez, en profundidades psicosociales menos escandalosas y mucho más peliagudas dado que permiten avizorar medulares pólipos en los estratos más profundos de la nación, donde el creador vive, crea y cree.
  Más allá del innegable atractivo visual de la obra, que convida a inmediato diálogo sensorial con el enjambre blanco, rojo y negro que mira impertinente hacia el intruso con ínfulas deístas que los observa desde privilegiada posición cenital, casi desde un microscopio, las dos grandes composiciones que la integran, articuladas siempre desde la misma fotografía, describen una suerte de secuencia de implosión y explosión, de inhalación y exhalación, o hasta de sístole y diástole del indetenible corazón de una sociedad viva, renovada por las bisoñas generaciones. Aprehendidas fueron estas por el lente en un instante de acinamiento, bien espontáneo, bien inducido con la minuciosidad de un relojero suizo aficionado al conductismo, para condicionar una definitiva predilección hacia lo grupal, hacia la unicidad indefinida.
  Ambas composiciones, dizque cóncava y convexa, ilustran además la dualidad de la sociedad en todas sus dimensiones de familia, grupo, tribu, clan, comunidad, ciudad, país, especie. A la vez que seno tibio donde generar y acoger al individuo entre sus paredes maternales y hasta recibir al ente foráneo que vigorizará sus esencias, resulta también la sociedad infranqueable e intransigente horda xenófoba que cual falange macedónica erizada de lanzas, repelerá a quien ose objetar sus normativas y credos.
  Reside en la laureada obra de Albuerne, la virtud del símbolo feraz, desde cuya dimensión de arquetipo posibilita sugerir, más allá de las posibilidades soñadas por el propio creador, un vasto universo de sentidos no circunscritos a la época y el contexto que unívocamente signan cada concepción humana, ofreciendo testimonio de ese irrepetible segmento de existencia. Va más allá la obra en su capacidad alegórica, cósmica en el sentido de sintetizar complicados sistemas psicosociales. La sencillez casi ruda de los esquemas prefigurados con la manipulación de la única imagen que se replica hasta diluir el arriba y el abajo, permite comulgar con las esencias contenidas, sin afeites que desdibujen el camino. La nitidez no socava la complejidad contenida, sino la subraya ante los ojos que quieran ver.

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