El pasado 14 de marzo de 2017, Guillermina Jiménez Ventura recibía el Premio Provincial de Periodismo por la Obra de la Vida Antonio Hurtado del Valle
Por Mercedes Caro Nodarse
Solo tú Guillerma (Guillermina Jiménez
Ventura), porque eres (nunca serás eras) única podías lograr que el cementerio
Tomás Acea no cerrara a su hora habitual. Para quienes te acompañamos en tu
último adiós, dejar que la noche se adueñara de ti y de tu cuerpo, y de todas
tus cosas, resultó una experiencia inolvidable, nunca antes habíamos estado en
un sepelio nocturno; pero es que tú eres así, tan preocupada como siempre, no
quisiste que pasáramos "una mala noche" y nos hiciste mover "cielo
y tierra", pedir permisos y lograrlos, porque se tratada de ti.
Hace apenas una hora (6:30 p.m. del 19 de
diciembre de 2017) te dejamos en el campo santo. Y ya extrañamos tus llamadas;
esas que nunca faltaron cuando alguien estaba enfermo, un familiar nuestro o
nosotros mismos. Ahora, quién se interesará por mí, o por mi mami, o por mi
hijo, o por mis nietas... cuando solo nos duela una muela, o simplemente una
uña del pie...; sí, así mismo, porque tan solo teníamos que sentirnos una leve
molestia para que tú nos llamaras, aconsejaras, ofrecieras tus servicios, tu ayuda...
Miro hoy a tu estación de trabajo y te busco.
No puedo comprender que nunca más estarás ahí sentada, leyéndonos algunos de
los mensajes que recibías en Facebook, o la noticia de última hora; el parte
meteorológico cuando nos amenazaban los huracanes, el terremoto de Ecuador o el
de otro sitio, que si un tiroteo en una escuela, que hay muertos, que el mundo
está patas pa'rriba..., o buscando los resúmenes de la Mesa redonda.
Crónica
para que la Guille la corrija
Por Francisco
G. Navarro
Un día perdido en el calendario lejano de
1984 ella subió los 33 peldaños marmóreos que conducían a la vieja redacción
del “5” en la calle Gacel y firmó un contrato de trabajo.
Pensó que aquello de correctora sería una
estación de tránsito en su expediente laboral, donde ya habitaban cítricos
sembrados en Isla de Pinos,
cañas de los Diez Millones pesadas en el antiguo central Cunagua, y magisterios
diseminados en las rojas tierras de Yaguaramas.
Pero pasarían tantos años como escalones
trepados aquella primera vez, cuando el olor de la tinta fresca debió
enamorarla, y allá quien se atreva a calcular aunque sea por arribita las miles
de cuartillas, mecanografiadas a porrazos de Robotron o a puro Word, que sus
pupilas llenas de tanta campiña, escrutaron mañana, tarde, noche y madrugada.
La guajirita de Melones, allá por donde Ciego
Montero intercambiaba viandas y canturías con el central Hormiguero, supo
hacerse a sí misma, /woman by herself/
dirían los pragmáticos americanos del norte, en medio de los golpes y las
palmadas al hombro, de las trampas y las rampas que la universidad de la vida
reparte a troche y moche antes de colocar su birrete sobre la testa de los
elegidos.
Muchos comentábamos que se iba a morir en la
Redacción, como soldado al pie de su pieza artillera. Y la profecía estuvo
próxima a los linderos del cumplimiento.
Cuando el manto de la joven noche del martes
amparaba tanto espíritu congregado en la majestuosidad del “Tomás Acea”, y
entre una amalgama de lámparas recargables, perfume de pétalos y humedades
oculares, depositamos lo que tras un cuatrienio de cruenta lucha el cáncer
había dejado de su cuerpo en el sepulcro. El mismo hasta donde siete diciembres
antes ella acompañó a Enrique.
Unas palabras improvisadas le dieron el adiós
solicitado en un acto de última voluntad, para el cual no necesitó de notario
ni legajos calzados con sellos del timbre.
Quien las dijo quizá temió que la Guille le
cazara su último gazapo.
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