Flama y brisa se imbrican en tibia caricia. Nodriza del crepúsculo, la ciudad aguarda el alba y reverencia el mar que la corteja. Simbiosis de océano y resol; génesis de sus epítetos y suntuosidad; especie de sortilegio de esta ribera caribeña... Cienfuegos, la Perla del Sur.

martes, 5 de febrero de 2013

Ivette Cepeda: Tú eres la música que queremos cantar

  Existe un fatalismo geográfico que me impide muchas veces estar donde quisiera; disfrutar de lo que quisiera; ver lo que quisiera, sentir como quisiera… Y me lamento..., me como las uñas de las manos..., me golpeo contra la pared… ¿por qué vacilé entonces, por qué no me fui cuando podía? Era mi Cienfuegos quien me ataba, las gentes de mi barrio, mis calles de todos los días, los besos de mis padres. Ya desde entonces y por siempre La Habana se me hizo lejos, muy lejos y no fui valiente para enfrentarla.
  Ya me acostumbré a ver (no lo que quisiera) en la TV Nacional, y una de esas cosas maravillosas que nos regaló (lamento no lo haga con frecuencia) fue el concierto de Ivette Cepeda ofrecido en el teatro Mella los días que marcaban el fin del 2012. Desde mi sillón de convaleciente por mi enfermedad lo viví, lo lloré, lo sentí... Una crónica de Marta Valdés nos lo describe y yo quise copiarla en mi blog y compartirla, una vez más, con mis lectores.


 Su voz llenó el teatro Mella de las esencias de Cuba, eran los días de finales del año 2012. Nos recordó a Elena, a la Mora, a Bola de Nieve. Nos trajo las letras eternas de Marta Valdés, Piloto y Vera, Juan Formell. Se gastó el lujo de estrenar canciones de Orlando Vistel, con el maestro en el piano. Envolvió toda la atmósfera con su melodía, su talento, su gracia cubana natural, su estatura musical y humana sin artificios ni maquillajes.
  ¡Cuánta falta nos hacía una voz que nos trajera hasta hoy a esas y esos grandes que han hecho rica y memorable a la música cubana!

  Más allá de recomendarla por su calidad, precisión  y sensatez, me esforzaré por ofrecer algunas aproximaciones a los misterios que se nos revelan a partir de cada llamado de esta artista, dirigido a compartir puntos de vista, enseñanzas, arideces y razones de júbilo a veces indescifrables en la vida,  que ella ha descubierto cómo develar desde la parte de adentro de no sabemos cuántas canciones.
  No soy la única persona que se ha rendido ante las razones de esta voz cantante que torna la letra de aquella canción que hemos aborrecido o (en el mejor de los casos) pasado por alto, en un argumento luminoso que nos conduce a entender mejor eso que Pepé Delgado acertó a dejarnos envuelto para regalo y cuidadosamente codificado en cuatro palabras cuando puso en música “las cosas del alma”.
  Todo eso lo sabían bien aquellas personas mayores con sus niños o aquellos menores con sus abuelas, aquellas parejas de largo tiempo, aquellos novios nuevecitos, aquellos seres  en soledad privilegiada por los años (entre quienes me cuento, a mucha honra) cuando se acercaron a pie o en carros de a diez pesos o en lo que fuera, y se juntaron, conversando bajito o pensando en las musarañas, mientras se daban los toques tan necesarios al sistema de sonido.
  Cabezas de cualquier pinta, ropas de todos colores y ni una muestra de desorden, fueron colmando el frente y los laterales en las proximidades del espacio escénico donde tendría lugar el concierto de Ivette Cepeda. Estábamos en presencia de una preciosa grey, en perfecta formación -aniñada por momentos si se quiere- a la espera de una sensible voz de mando. Estábamos disfrutando, a todo lujo, de una masividad de excelencia, una manera de juntarnos donde no cabía concesión alguna al facilismo o la vulgaridad.
  Ella vino con su caja  de verdades metidas en melodía, desplegó su fraseo tan peculiar, desplazando el énfasis hacia  lugares impredecibles y no tuvo a menos dejarse acribillar a reclamos por los ojos atentos de estos centenares de hijos de su tierra que no van a  permitir que se convierta en un mito sino que la quieren viva y sana, amasada por el amor de los suyos en quienes dejó tatuados, de tantas maneras, esos fraseos que, difícilmente, otro coro que no fuera este de a pie, podría hacer resonar en un unísono donde quedará salvada hasta siempre su hazaña, para el mundo de la canción.
  Las verdades -clarísimas- que Ivette Cepeda acierta a descubrir en las canciones, saben que no van a necesitar llegarnos a gritos. La voz puede mostrar todo el poderío de que es capaz y, también, acercarse a cada uno de los mortales –cara a cara– con la intensidad precisa, o mostrarse cercana al susurro sin perderse del mapa, siempre a partir del don prodigioso de un canto conquistado a pulmón, que se hace reconocer como inconfundible.
  Dichosos nosotros que, cuerpo a cuerpo y al ritmo que ella va eligiendo a cada momento, podemos darnos con su canto en el pecho. Bendito sea ese empeño casi misionero de Ivette Cepeda, en “hacer más bello el camino”.
  Gracias Ivette Cepeda. Tú eres la música que tenemos que cantar.

Ivette Cepeda: “…estar”


  No sé, pero quedamos unos cuantos entre los que contábamos, allá en los años sesenta del siglo pasado, con un regalo seguro para el fin de año: aquellos conciertos cuya preparación acaparaba los esfuerzos e invadía los sueños de La Burke. Era el ir y venir de autores con sus canciones impacientes por hacerse realidad completa en los acordes de Froilán con su guitarra o en las partes de piano que Enriqueta armaba amorosamente tratando de no fallarle a la idea original; era el estreno de una libreta nueva para anotar las letras que aquella mujer, incapaz de perder la ilusión, se encargaba de mantener siempre a mano. Era el vestido nuevo, en fin, tantas cosas previstas para una fecha fijada de a porque sí, que nos acostumbró a reservar en el calendario íntimo y que se hacía secreto a voces cuando al año no le quedaba casi nada. La cola daba la vuelta al Amadeo desde que se anunciaba la venta de entradas. Ilusiones van, ilusiones vienen de las que, finalmente, nacía el aplauso cerrado que no ha cesado de sonar en el recuerdo para estos que quedamos. Todo era sorpresa en la función, nadie imaginaba con qué ocurrencia se nos aparecería aquella mujer de maneras sencillas cuando entraba a escena con el aire de reina que Dios le había dado para esas ocasiones y nos iba bañando con su voz, por igual, a todos y a cada uno.
  Ivette Cepeda no había nacido pero creció escuchando como cosa natural, junto al trinar del sinsonte, en un mundo donde ya desaparecían los pregones, ese sonido que la radio se encargaba de lanzar al viento y que acompañaba el trajín de las mujeres en el diario navegar. Canciones que la animaban a vestirse para marchar a la escuela a aprender cosas,  que la contentaban a la hora de hacer la tarea. Poco -o nada- sabíamos de esta mujer cuando su nombre empezó a sonar hace apenas cuatro año en un concierto único que, todavía, rueda de copia en copia ganando devotos para ella. Quizás ese testimonio nunca pierda el encanto: le habían dado la oportunidad de fracasar o situarse, para siempre, en el paisaje emocional de los cubanos. Claro que triunfó. Mujer hecha y derecha en el sentido recto de la palabra, se había encargado de seguir cantando todo el tiempo aquellas canciones que no le habían fallado en la voz de Elena o de “La Mora”, de Silvio o de Pablito. Canciones que ella nos enseña a ver desde lo más profundo de su letra porque, para eso, estuvo mucho tiempo como maestra.  Así se pasa el tiempo cuando se acerca diciembre, ideando villas y castillas, queriendo sembrar tradición con su apego al Teatro Mella, escenario de encuentros que ya comienzan a hacerse costumbre para preparar la fiesta de fin de año y recibir el próximo capítulo en la historia personal.
  Cada entrega de Ivette Cepeda, pensada y soñada, estresada en los preparativos, lograda a sangre y fuego sin reparar en la cuota de sacrificio personal que entraña, alcanza en el escenario el clímax pero -cuidadito-nada de hacer sonar una fanfarria para hacer su aparición en escena sino inundando el ambiente con un “suave rumor” de cuerdas, rodeada de sus músicos inseparables para dar paso, sin más, a eso que andábamos buscando: las canciones que se nos han ido haciendo imprescindibles, en este su tiempo, a quienes las conocíamos y a quienes no sabían de ellas porque vinieron al mundo cuando la desmemoria las había sepultado.
  Demos gracias a Ivette Cepeda por levantar en peso las más disímiles regiones del cancionero cubano y, a fuerza de empeñarse en ello, sazonando su labor con una excelente muestra de estrenos que pasarán a la historia ligados para siempre a su nombre, mantener renovadas, en nosotros los compositores, las ganas de seguir haciendo. En una de sus brevísimas –si bien acostumbradas- intervenciones entre canción y canción, la artista confesó su incapacidad para responder, en las entrevistas precedentes al concierto donde se le preguntaba, en relación con los planes concebidos para esta cita. Llegado el momento, nos dijo -cara a cara- a quienes la hemos venido siguiendo, su convicción de que el verdadero propósito, el verdadero deseo, el móvil real, para ella, era “estar”, sencillamente estar allí con nosotros.
  Así se repartió por entre el público, repartiendo abrazos y recogiendo flores mientras pedía prestado un “color para pintar la vida” que sólo tiene sitio en su paleta única. Por eso coreamos, al unísono, su estremecedora y sensible consigna para el 2013: “no nos falta fe”.

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